lunes, 27 de mayo de 2013

DE CRAYOLAS Y DE RONDAS. (Cuento)

El golpe seco del toque de campana les recordó a las alumnas de la Normal Superior de Señoritas, el régimen soldadesco capitaneado por los hábitos acartonados de la Sor. En la danza milenaria de los astros, una singular, se daba cita en aquella mañana y un manto oscuro pronto se ceñiría sobre el sinfín de cabecitas que en tropel formaban por escuadrones en el patio de  aquel caserón, mientras la mirada escrutadora de la  seráfica  guardiana se disponía como siempre, a pasar revista sobre las asustadas  colegialas.

Era el final del recreo y los grupos de pequeñas que momentos antes  tejieran  rondas infantiles, se disolvieron presurosas para tomar posición  en  largas  filas, en  un riguroso orden de estatura cientos de veces  ensayado por la Sor. Ya no adelantaban las  planas dejadas por la maestra Eunice con el invariable No debo portarme mal, y  Debo ser obediente,  ni improvisaban juegos de mayores asumiendo roles interpretados sin los afanes de los protagonistas, ni urdían inocentes travesuras; tampoco era hora ya de  someter  sus meriendas al  trueque, pan por queso, queso por bocadillo, bocadillo por refrescos, refrescos por fruta, fruta por pan, pan por pan, y así  de manera interminable hasta saciar sus primitivos antojos.  Ahora  el ruido del  bronce bruñido llegaba desde el traspatio y retumbaba en todos los rincones de la antigua casona, como señal inequívoca que una a una, todas aquellas  almas juguetonas debían  abandonar sus quiméricas trincheras para enlistarse una vez más en el batallón dirigido por la Sor Capitana, de modo que rápidamente las columnas humanas se organizaron ocupando la amplia plazoleta. Una tras otra las alumnas  extendían sus brazos y tomaban distancia hasta conquistar sus respectivos lugares para sembrarse hasta nueva orden, en aquellos adoquines  corroídos en tres siglos de patibularios pasos.  

El rostro hosco de la Sor transformaba sus tímidas e inofensivas risas en muecas pétreas. Dos alumnas de los grados inferiores y otra del último año terminaron bañadas en sus orines tibios, producto del terror  paralizante  que les infundía la Sor de la inmaculada  túnica celestial.  Su temprana incontinencia se les había manifestado al escuchar la voz socarrona de la religiosa y ningún emplasto parecía aliviarlas de aquella molestia  que se repetía a lo largo del día, tras cada una de las  formaciones a que eran sometidas para escuchar las  eternas  peroratas y súplicas de la Sor al Creador por  las almas descarriadas de niñas que jugaban a ser mujercitas, por su  indecencia y  su falta de pudor,  y por la ausencia de vocación de todas para la vida santa de los conventos como correspondía a una comunidad tocada con el halo de la benemérita carcelera.

El inusual contoneo de la Luna,  asomada sin pudores a la media mañana,  esbozaba un espectro  sensual  sobre la vieja construcción de tapia pisada, inadvertido para la mayoría de las escolares pero no para la Sor  de  sombríos propósitos, que  iluminada del espíritu  articulaba  rezos misteriosos que de su boca  brotaban a borbotones, mientras repasaba sin control las cuentas de un rosario de maderos con repujados coloniales y se condolía por no merecer de esos labios impúberes, lisonjas  a su sacrificada renuncia, cuyo único propósito, vociferaba, era redimirlas del pecado. Cuando la Luna  interpuso desdeñosa su curso y el resplandor del  Sol parecía desvanecerse en una noche que sobrevenía desprevenida,  la Sor imploró  más alto al cielo por condenas  divinas para aquellas niñas  que  le negaban  anidar entre sus mantas  tibias y ahogarse en  sus fragancias tiernas y  en el clímax del delirio  clamó condenación eterna para las pequeñas que le impedían  retozar entre sus carnes lozanas en los mustios amaneceres del internado.

Las alumnas mayores de la Normal Superior de Señoritas, no las de la primaria, entre plegarias y lavativas aprendieron a  no temer  al destino oscuro y trágico que la Sor les profetizaba apenas en  los albores de su pubertad, a huir de las  plagas, desgracias y ruina que para ellas y sus familias sobrevendrían ante los conjuros de la Superiora, a escabullirse de prisa para no sofocarse con el tufillo místico de la insigne monja, y a hacer oídos sordos a las monsergas de la Sor.

En medio de espasmos y temblores la mujer de píos ropajes  y profanas costumbres, les presagió   la noche a plena luz del día como escarmiento por no sosegarle sus vigilias ni apaciguarle sus afanes,  y le ordenó al por siempre sumiso alumnado hincarse sobre el tosco empedrado. La obediencia habitual se convirtió repentinamente en  indisciplina colectiva por cuenta de algunas de las internas más antiguas primero y después por  una histeria  general cuando un grupo de estudiantes pretendieron alcanzar a la Sor en el pedestal desde donde predicaba sometimiento a su aureola, y presumía de todopoderosa con falsas premoniciones, sin sospechar que para ese momento  las arcaicas nociones que  reverendas impúdicas y abadesas libidinosas repasaban en voz alta hasta quedar roncas se habían diluido en lecturas anónimas que les proscribieron a aquellas señoritas toda superstición, desterraron sus demonios y ahora les enardecía el coraje ante la tropelía y la farsa fraguada por la Sor para envilecerlas, aprovechando el fenómeno natural.

La Sor abucheada desestimó la desaprobación del estudiantado y respondió con más improperios a quienes osaban  señalarle sus yerros, en tanto que  un torbellino de emociones  se apoderó de las alumnas  que en el estrado pretendían acallar las blasfemias y maldiciones proferidas por la Iluminada y desenmascararla revelándoles a las ingenuas compañeras de claustro, que el inusitado prodigio del cosmos, era solo un eclipse.

Sin mediar vocablo alguno, como en un extraño ritual, las alumnas humilladas se abalanzaron sobre la Sor hasta arrancarle los hábitos inmaculados, con la inocencia que les quedaba en el corazón acomodaron sin premura a su mentora  en un mullido sillón episcopal y le pintaron con crayolas, en la miseria de su sórdida desnudez, lunas multicolores, coronas de tres puntas, alas de ángeles, báculos dorados y perdidas en las honduras de la perfidia con que habían sido ultrajadas, le escupieron sus bajezas, y despojadas ya de toda cordura le cantaron sus rondas infantiles dándole vueltas sin parar, hasta extinguir sus últimos alientos.  

Cuando terminaron, y la capa con la que jugueteaban estaba hecha jirones, de nuevo en lo alto, el sol  más resplandeciente hacía los honores.  

2 comentarios:

  1. Volvieron a mi mente anécdotas de mi paso por la vieja casona " Normal de Señoritas " muchas dignas de recordar pero una que nunca olvidaré y que como Usted lo mencioná en su emotiva historia, está precisamente una Sor.... Me gustó hermana esta narración...

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  2. Entre café y café las podemos evocar cualquier tarde.

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