El golpe seco del
toque de campana les recordó a las alumnas de la Normal Superior de
Señoritas, el régimen soldadesco capitaneado por los hábitos acartonados de la
Sor. En la danza milenaria de los astros, una singular, se daba cita en aquella
mañana y un manto oscuro pronto se ceñiría sobre el sinfín de cabecitas
que en tropel formaban por escuadrones en el patio de aquel caserón,
mientras la mirada escrutadora de la seráfica guardiana se disponía
como siempre, a pasar revista sobre las asustadas colegialas.
Era el final del
recreo y los grupos de pequeñas que momentos antes tejieran rondas
infantiles, se disolvieron presurosas para tomar posición en largas
filas, en un riguroso orden de estatura cientos de veces ensayado
por la Sor. Ya no adelantaban las planas dejadas por la maestra Eunice
con el invariable No debo portarme mal, y Debo ser obediente, ni
improvisaban juegos de mayores asumiendo roles interpretados sin los afanes de
los protagonistas, ni urdían inocentes travesuras; tampoco era hora ya de
someter sus meriendas al trueque, pan por queso, queso por
bocadillo, bocadillo por refrescos, refrescos por fruta, fruta por pan, pan por
pan, y así de manera interminable hasta saciar sus primitivos antojos. Ahora
el ruido del bronce bruñido llegaba desde el traspatio y retumbaba
en todos los rincones de la antigua casona, como señal inequívoca que una a
una, todas aquellas almas juguetonas debían abandonar sus
quiméricas trincheras para enlistarse una vez más en el batallón dirigido por
la Sor Capitana, de modo que rápidamente las columnas humanas se organizaron
ocupando la amplia plazoleta. Una tras otra las alumnas extendían sus
brazos y tomaban distancia hasta conquistar sus respectivos lugares para
sembrarse hasta nueva orden, en aquellos adoquines corroídos en tres
siglos de patibularios pasos.
El rostro hosco de
la Sor transformaba sus tímidas e inofensivas risas en muecas pétreas. Dos
alumnas de los grados inferiores y otra del último año terminaron bañadas en
sus orines tibios, producto del terror paralizante que les infundía
la Sor de la inmaculada túnica celestial. Su temprana incontinencia
se les había manifestado al escuchar la voz socarrona de la religiosa y ningún
emplasto parecía aliviarlas de aquella molestia que se repetía a lo largo
del día, tras cada una de las formaciones a que eran sometidas para
escuchar las eternas peroratas y súplicas de la Sor al Creador
por las almas descarriadas de niñas que jugaban a ser mujercitas, por su
indecencia y su falta de pudor, y por la ausencia de vocación
de todas para la vida santa de los conventos como correspondía a una comunidad
tocada con el halo de la benemérita carcelera.
El inusual contoneo
de la Luna, asomada sin pudores a la media mañana, esbozaba un
espectro sensual sobre la vieja construcción de tapia pisada,
inadvertido para la mayoría de las escolares pero no para la Sor de
sombríos propósitos, que iluminada del espíritu articulaba
rezos misteriosos que de su boca brotaban a borbotones, mientras repasaba
sin control las cuentas de un rosario de maderos con repujados coloniales y se
condolía por no merecer de esos labios impúberes, lisonjas a su
sacrificada renuncia, cuyo único propósito, vociferaba, era redimirlas del
pecado. Cuando la Luna interpuso desdeñosa su curso y el resplandor
del Sol parecía desvanecerse en una noche que sobrevenía desprevenida,
la Sor imploró más alto al cielo por condenas divinas para
aquellas niñas que le negaban anidar entre sus mantas
tibias y ahogarse en sus fragancias tiernas y en el clímax del
delirio clamó condenación eterna para las pequeñas que le impedían
retozar entre sus carnes lozanas en los mustios amaneceres del internado.
Las alumnas mayores
de la Normal Superior de Señoritas, no las de la primaria, entre plegarias y
lavativas aprendieron a no temer al destino oscuro y trágico que la
Sor les profetizaba apenas en los albores de su pubertad, a huir de las
plagas, desgracias y ruina que para ellas y sus familias sobrevendrían ante
los conjuros de la Superiora, a escabullirse de prisa para no sofocarse con el
tufillo místico de la insigne monja, y a hacer oídos sordos a las monsergas de
la Sor.
En medio de
espasmos y temblores la mujer de píos ropajes y profanas costumbres, les
presagió la noche a plena luz del día como escarmiento por no
sosegarle sus vigilias ni apaciguarle sus afanes, y le ordenó al por
siempre sumiso alumnado hincarse sobre el tosco empedrado. La obediencia
habitual se convirtió repentinamente en indisciplina colectiva por cuenta
de algunas de las internas más antiguas primero y después por una
histeria general cuando un grupo de estudiantes pretendieron alcanzar a
la Sor en el pedestal desde donde predicaba sometimiento a su aureola, y presumía
de todopoderosa con falsas premoniciones, sin sospechar que para ese momento
las arcaicas nociones que reverendas impúdicas y abadesas
libidinosas repasaban en voz alta hasta quedar roncas se habían diluido en
lecturas anónimas que les proscribieron a aquellas señoritas toda superstición,
desterraron sus demonios y ahora les enardecía el coraje ante la tropelía y la
farsa fraguada por la Sor para envilecerlas, aprovechando el fenómeno natural.
La Sor abucheada
desestimó la desaprobación del estudiantado y respondió con más improperios a
quienes osaban señalarle sus yerros, en tanto que un torbellino de
emociones se apoderó de las alumnas que en el estrado pretendían
acallar las blasfemias y maldiciones proferidas por la Iluminada y
desenmascararla revelándoles a las ingenuas compañeras de claustro, que el
inusitado prodigio del cosmos, era solo un eclipse.
Sin mediar vocablo
alguno, como en un extraño ritual, las alumnas humilladas se abalanzaron sobre
la Sor hasta arrancarle los hábitos inmaculados, con la inocencia que les
quedaba en el corazón acomodaron sin premura a su mentora en un mullido
sillón episcopal y le pintaron con crayolas, en la miseria de su sórdida
desnudez, lunas multicolores, coronas de tres puntas, alas de ángeles, báculos
dorados y perdidas en las honduras de la perfidia con que habían sido
ultrajadas, le escupieron sus bajezas, y despojadas ya de toda cordura le
cantaron sus rondas infantiles dándole vueltas sin parar, hasta extinguir sus
últimos alientos.
Cuando terminaron, y
la capa con la que jugueteaban estaba hecha jirones, de nuevo en lo alto, el
sol más resplandeciente hacía los honores.
Volvieron a mi mente anécdotas de mi paso por la vieja casona " Normal de Señoritas " muchas dignas de recordar pero una que nunca olvidaré y que como Usted lo mencioná en su emotiva historia, está precisamente una Sor.... Me gustó hermana esta narración...
ResponderBorrarEntre café y café las podemos evocar cualquier tarde.
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