domingo, 13 de julio de 2014

EXQUISITECES DE LA MUERTE (Cuento Corto)


Estaba decidido que Joaquín Salavarrieta  moriría al cumplir los sesenta años. Ni un día más, ni un día menos. Al final fueron los azares de la vida los que determinaron su desenlace, pero en un principio la decisión fue suya. Bastaba verlo para imaginar su destino. El mismo levantarse con las primeras luces, arrastrar su soledad a tientas hasta el sanitario, desocupar su vejiga sin satisfacción, a pesar de provocarse una dermatitis crónica, rasurarse en seco con su vieja Gillette aquella desprolija barba sin tan siquiera un toque de lavanda y menos valerse de un espejo, desterrados como estaban para él y las mujeres de la casa; cronometrar  los tres minutos del cepillado, colocarse bajo la ducha y jabonarse con detergente de ropa para lavar la camisetilla de la pijama aún puesta y terminar exactamente después de cincuenta minutos su mecánico ritual de limpieza, moldeando su escasos mechones con un poco de gomina, que no le aplacaba  sus pelambres pero en cambio le producía una seborrea que lo mantenía aún más alejado del trato con las hermanas, únicas parientes con quienes compartía su modesta vivienda.

 

Hasta de sus caprichos más peculiares se ocupaban las hermanas, no porque las conmoviera un amor filial o un sentimiento de gratitud con quien las proveía de posada y alimento, no, lo de ellas era sumisión a toda prueba desde que sus padres murieran en un accidente, justo de regreso de unas vacaciones cortas al caribe, siendo apenas adolescentes. No eran trillizas, pero lo parecían, no por el aspecto físico, pues Imelda, la mayor, era la viva estampa de la madre, de cabellos y piel achocolatados, con ojos rasgados, escasamente con su metro y cincuenta de estatura y una delgadez congénita por haber sufrido raquitismo en el vientre de la madre; Clara y Mariluz, al contrario, eran altas y casi traslúcidas, pero con las carnes bien puestas y el cabello azabache. Aunque ya rondaban por los cuarenta años, y a pesar de haber perdido la risa fácil por una soltería impuesta por el hermano, las tres aun conservaban ese provocador andar caribeño heredado del padre. El aire de trillizas se lo daban las prendas que lucían,  las tres con trajes del mismo color y diseño, el cabello recogido, a manera del nido que  solían llevar en la playa las vendedoras de frutas, los mismos zapatos negros de colegialas y los delantales blancos con sus nombres bordados con hilos de sus propias cabelleras. Ni un gramo de maquillaje en sus rostros, ni siquiera un par de aretes o una sortija que hablara de su feminidad. Solo algunas  noches, cuando la oscuridad era su aliada, jugaban a ser cabareteras y los coloretes y rubores les avivaban el rostro bajo las sombras.

 

El joven Salavarrieta se había visto obligado a abandonar sus estudios en el seminario para asumir la responsabilidad de jefe de hogar, ante el fallecimiento inesperado de los progenitores. Sin terminar su diaconado, a poco tiempo para ordenarse, Joaquín reemplazó la placa del consultorio de su padre por una con su nombre, y con medianos conocimientos, de la noche a la mañana se convirtió en el primer dentista por línea de sucesión en Cañoiglesias; profesión que ejercería hasta el día que cumplió su onomástico número sesenta. Las tardes en que acompañaba al padre como instrumentador le dieron la escasa instrucción en el oficio, las necesidades que no daban espera le quitaron el terror a la sangre, la repulsión por las caries y los tufos ajenos y los estudiantes de escuelas públicas de los barrios de invasión le facilitaron la destreza de arrancamuelas.

 

Yo  me ocupaba de asear la casa  y mis hermanas se encargaban de  la comida y la ropa de Joaquín. Él nos enseñó, a decir verdad, con paciencia de monje, a ser ordenadas y era muy estricto con la distribución de todas las tareas; se daba cuenta del menor descuido y no olvidaba ningún detalle. Si era la ropa, Clara debía lavarle y almidonarle todos los días, desde sus camisas hasta sus calcetines, prendas que acomodaba rigurosamente por cada día de la semana en el ropero, al lado izquierdo las camisas y chaquetillas y pantalones y  calzoncillos  al lado derecho; si de los zapatos se trataba, Clara los lustraba cada noche mientras todos rezábamos el rosario hasta cuando Joaquín le daba su aprobación, cosa que ocurría sólo después de la última avemaría.

 

Nadie vestía como él, ni en el pueblo ni en los alrededores, siempre de blanco impecable de la cabeza a los pies, al verlo lucía como el integrante de una de esas orquestas de salsa de alguna isla del caribe; nadie diría que mi hermano era el sacamuelas igual de acomodados que de desamparados. Cercano a cumplir sus seis décadas, su aire de músico tropical jubilado se acentuó con su figura delgada, enjuto, metido entre sus ropas, una o dos tallas más grandes, su color tostado y su caminar parsimonioso con un cigarro apagado que amenazaba  encender  a cada paso. Maryluz era quien se escabullía en la cocina desde muy temprano, preparando no tanto sus alimentos sino las aguas y potajes que Joaquín le ordenaba para aliviar sus dolencias. Y yo que era la encargada del aseo y de conservarle a Joaquín sus pertenencias en el lugar exacto por él asignado. Ninguna de las tres podíamos tomar siquiera por descuido algo que fuera suyo, inmediatamente lo percibía dada la manía de mantener cada cosa en el mismo sitio, todo milimétricamente organizado. Las corbatas por tamaños, los libros según su volumen, los recibos cancelados por fechas, los medicamentos por presentación, grageas, jarabes y ungüentos, las monedas por denominación, las llaves puestas según las estancias de la casa y los pañuelos por la función que le prestaran a lo largo del día.  

 

Al principio asumimos las labores como una contribución a su trabajo ya que pasaba largas jornadas en el consultorio y veíamos en su autoridad la del padre fallecido; con los años la relación se fue distanciando porque ya no queríamos continuar siendo sus nanas, sus criadas, ni sus mandaderas. Que Imelda hoy no limpió el polvo de las flores, y yo limpiaba de nuevo pétalo por pétalo, que el agua de canela no sabía a canela porque Maryluz no compró astillas suficientes, que vaya al super por más y Maryluz de vuelta al super, que Clara  dejó arrugada la colcha y Clara volvía a retomar la plancha con más fuerza, sin darnos tregua tan siquiera los fines de semana para pasear en el parque como todas las jovencitas porque en  aquellos días, como hasta dos meses atrás, con Joaquín en la casa debíamos redoblar las labores. Yo limpiaba telarañas así las arañas estuvieran desterradas como los espejos, Clara soltaba los dobladillos de los pantalones y volvía a remendarlos para que Joaquín la observara entretenida y no le inventara oficios; Maryluz salaba carnes o preparaba embutidos y tortas para calmarle los antojos a Joaquín aunque al final apenas si los probaba porque su presión se le alteraba y le producía cefaleas. Ahora que pasó lo que pasó, que nadie gobierna nuestras vidas y desde que fundamos el Noches de Ronda, el tiempo se nos pasa volando, cuando nos pega la gana dormimos todo el día o nos levantamos tarde, vamos al cine o a caminar por el malecón y comemos algodones azucarados, pero en esos años el único descanso que teníamos era el relajo que formábamos ya casi de madrugada, sobre todo las quincenas cuando fantaseábamos que el cabaret estaba a reventar.

 

La vida de Joaquín Salavarrieta transcurrió sin afanes, con un trasegar anónimo, entre las ocho cuadras que lo separaban de su vivienda y el consultorio de sacamuelas a donde llegaba pasadas las siete de la mañana hasta ya bien entrada la tarde, cuando recorría de vuelta las mismas calles a medio empedrar, tropezaba con el mismo poste, evadía al mismo perro solitario y saludaba con  un hilillo de voz, un monosílabo apenas a cierto vecino, algunas veces con un abrir y cerrar de manos casi imperceptible, y otras con un arquear de cejas y un rictus que no alcanzaba a ser del todo una mueca. Sumaba años sin prisa, acostumbrado a sus rutinas de ceremonial aprendido desde tiempos remotos, como viviendo en un eterno trance de protocolos repetidos cientos de veces en el que él, como sus hermanas tenían asignados libretos y horarios preestablecidos para sus comidas, sus labores, sus salidas, sus compras, y hasta para el rosario, el baño y el sueño.

 

Mi hermano Joaquín era el mejor sacando muelas y haciendo piezas dentales. A ninguno de sus clientes se le infectaban las encías, es más, a mí me sacó las cordales y no sentí dolor, me mandó a hacer buches de agua sal y al tercer día estaba como si nada; Clara me aseguraba que Joaquín incrementaba las dosis de calmantes y por eso desaparecía cualquier dolencia, pero yo prefería pensar que tenía la mano suave después de tantos años de desempeñar su oficio. Jóvenes y viejos acudían a su consultorio porque aunque nunca modernizó sus pinzas, sus lupas, ni los espejos, menos el sillón, los dispensadores o los esterilizadores, sus tarifas eran modestas en comparación con los precios de los colegas titulados. Quienes mejor pagaban sus servicios eran los dueños de muchas haciendas de la región que llevaban a sus trabajadoras más jóvenes, a las que para entonces no sabíamos por qué, se rumoraba que Joaquín les extraía toda su dentadura natural y les colocaba prótesis removibles.

 

Nunca le conocimos a Joaquín amigos, anhelos o ilusiones, ni una novia que lo sacara de aquel empedernido ensimismamiento. Fue un solterón que también nos arrastró en aquel destino sombrío del que las tres lográbamos escapar algunas noches, cuando dábamos rienda suelta a tanto ensueño y entonces éramos por un par de horas las muñecas de la noche, pero a la mañana siguiente los quehaceres se nos multiplicaban sin razón y cada una volvía a los suyo sin darnos tiempo, como mitigando una culpa que nos crecía en el día y desaparecía en la penumbra. A pesar que las tres hermanas le teníamos mala voluntad a Joaquín, reconocemos que nunca faltó comida en la alacena y no nos dio malos tratos a no ser por los encierros obligados y su santurronería barata, manipulando nuestras conciencias con principios de fidelidad a la memoria del padre muerto, reencarnada en la autoridad del hermano mayor y a la condena ferviente que hacía a las debilidades de la carne. Para su aniversario cincuenta y nueve no estábamos lejos de comprobar que él también tenía sus propias  debilidades y proscribiríamos de nuestras vidas para siempre, la ponzoña de la culpabilidad que nos había sembrado.

 

Ese primer lunes de abril, día que el dentista arribaba a sus cincuenta y nueve años, Joaquín cumplió como siempre su rutina de limpieza de los cincuenta minutos; se vistió con cierta prisa la ropa que Imelda le dejara encima de la silla y ya en el comedor esperó con una calma inusual las aromáticas servidas por  Maryluz para regular su presión, comió con desgano el revoltijo de huevos blancos y apuró unos sorbos de café, recogió el maletín y antes de dar el portazo de buenos días como acostumbraba,  casi sin voltear hacia donde sus hermanas lo despedían les habló con una arrojo que no conocían en su voz, mientras se amoldaba sus mechones de gomina. De los sesenta no paso, dijo el tegua y prosiguió, Hoy empiezo mi cuenta regresiva con la Parca, enfatizó y salió dejando a las trillizas sin entender palabra.

 

Las hermanas acomodaron letra por letra una y otra vez para hallar el significado de aquel acertijo, pero tuvieron que aceptar que las cábalas no eran para ellas. Como en una minúscula torre de babel las tres hermanas no concebían si Joaquín hacía referencia a abandonar su oficio, a clausurar su consultorio, si era hora de pensionarse o si estaba gravemente enfermo; así que sólo en la tarde al regreso del hermano pudieron hacerle todas las preguntas de rigor y Joaquín se limitó a solicitarles el primer favor en toda su vida sin contrariarse: No estorben mis planes, balbuceó. La quincena siguiente las mujeres por primera vez en mucho tiempo, no se sintieron del todo a gusto en el cabaret  de sus fantasías.

 

Cuando Joaquín por fin fue revelando sus planes, nosotras en verdad quisimos hacerlo entrar en razón y aún hoy no sabemos a ciencia cierta las razones de su fatal decisión, aunque sospechamos que fue la existencia triste que arrastró, la soledad en la que se sumía después del trabajo, su frustración de clérigo, su exacerbada  timidez, y el peso de sus manías las que los empujaban a ese precipicio, y fue tal su determinación que terminamos secundándolo en sus propósitos y con verdadero entusiasmo participamos en los preparativos del gran día.

 

Lo primero que hizo Joaquín Salavarrieta fue empezar a pagar un seguro funerario porque de lo contrario sabía que sus hermanas lo sepultarían en el patio de ropas sin siquiera una cruz. Contrató con el agente un servicio de coche fúnebre con cintas en los costados que llevaran su nombre en letras violetas rebordadas con  dorado, convino con el asistente del  seguro funerario una sala amplia para sus exequias que incluía dos ayudantes para labores de cafetería, acordó además tres ramos de gardenias y uno de  rosas negras para que fueran colocados a manera de cascadas y pactó un féretro de pino con acolchados, sin tiradores de metal porque iría de la capilla al cementerio en la mesita rodante de su velación para no tener que pedirle el favor a nadie que lo cargara muerto; sino había sido una carga para nadie en vida, tampoco lo sería en su sepelio. Le añadió en el contrato carteles murales que dieran cuenta de su fallecimiento y al final desechó los recordatorios y el libro memorial de firmas.  

 

Seis meses antes del día señalado, Joaquín cerró su consultorio cuando apenas caía la tarde y se dirigió por la calle de los comercios donde lo esperaba el sastre que durante años había confeccionado su vestimenta de músico del caribe. El viejo modisto no se inmutó cuando el sacamuelas le encargó la fabricación del que sería su último traje blanco, ni se extrañó que el pedido no incluyera un smoking sino una mortaja; se limitó a tomar las medidas y a recordarle las bondades de los diferentes paños. Diez minutos después Joaquín le entregaba un adelanto por la confección de la prenda y el costurero le deseaba feliz noche sin aspavientos. Era la primera persona que le encargaba su propio sudario, pero por el valor del anticipo supo que era una decisión seria, sin vuelta atrás.

 

Fueron las trillizas las que le concertaron la cita con el párroco de La Divina Misericordia. El padre Junín las conocía desde que quedaron huérfanas y desde entonces les impartía la comunión cada domingo en la misa de diez, por eso cuando las hermanas tocaron a la sacristía para concertar una visita a su casa lo hizo con el mayor gusto. Díganle a Joaquín que allá estaré pasado mañana. Joaquín esperó al cura sin salir del cuarto y hasta allí lo condujeron las tres hermanas que para la ocasión habían preparado esponjados y almojábanas con quesillo de cabra. El anciano sacerdote consumía con ansia voraz las delicias de la cocina Salavarrieta y observaba atento los movimientos de los labios del dentista para compensar la pérdida de audición, después de quedar sordo debido a los repiques de campanas llamando  a la eucaristía. A pesar de la sordera, el clérigo entendió el pedido que le hacía Joaquín, misa cantada a las tres de la tarde del día siguiente de su partida y un novenario sobrio en su casa, todo por el pago de los diezmos adelantados, cancelados por el mismo difunto. Lo que no le quedó claro al cura fueron las razones de tanta ceremonia convenida. Después se retiró ofreciéndole la absolución sin asistirlo en confesión, llevando entre su sotana migajas de pan y esponjado salpicadas de indulgencias.

 

Imelda por su facilidad con las labores manuales, se dio a la tarea de coser la ropa de luto y tres meses antes del deceso de Joaquín, ya las hermanas Salavarrieta vestían de negro profundo. Las trillizas adoptaron un aire de viudas que acentuaban si aparecía Joaquín, entonces caminaban arrastrando los pies, hablaban entre dejos y lamentos y después de los rosarios elevaban plegarias para que brillara para su alma la luz perpetua, sin llegar a derramar lágrimas por el difunto, aunque las tres hermanas, de alguna manera en el fondo, desde que Joaquín decidió que pondría fin a sus días por su propia cuenta y riesgo, volvieron a sentirle cierto cariño, como cuando recién sus padres murieron y el miedo a la orfandad les daba fiebres y fríos en el alma. Pero fueron  instante no más porque Maryluz se encargó de recordarnos cada encierro, cada negativa, cada censura, y todas las humillaciones recibidas, con un no rotundo a todo reclamo, a toda petición que le hacíamos a nuestro hermano benefactor, asumiendo nuestra condición de sirvientas cuando sabíamos que teníamos potencial para otras labores más productivas y de más agrado, demostrado como estaba en  las noches en que soñábamos a ser dueñas y señoras así fuera de algún cabaret; por eso esperábamos con impaciencia el día que Joaquín cumpliera su promesa de morirse y el Noches de Ronda dejara de ser una quimera y pudiéramos vivir  a nuestro antojo.

 

Al acercarse el último aniversario de Joaquín Salavarrieta las trillizas no dormían. Se sentían ansiosas porque desconocían cómo se haría efectiva la promesa del hermano. No dudaban de la decisión, sin embargo, hubieran preferido estar al tanto de los mínimos detalles. El único que sabía el final era el dentista. Los analgésicos suministrados al paciente en las dosis adecuadas de acuerdo al peso corporal y aplicados con precaución aliviaban el dolor de la extracción, si se suministraba en sobredosis o si había hipersensibilidad a algún compuesto se presentaban cambios en la presión arterial, como era su caso y el paciente podía mostrar reacciones adversas a nivel cardiaco y sobrevenirle un infarto fulminante. Para Salavarrieta un coctel de grandes concentraciones de anestésicos era lo más rápido, seguro y efectivo. Para nadie sería un suicidio.

 

El aniversario número sesenta llegó y Joaquín Salavarrieta les dio las últimas instrucciones a sus hermanas antes de dirigirse al consultorio. Ellas no tendrían que ocuparse de su cadáver, la funeraria estaba notificada y la mortaja puesta sobre la cama. Por la mañana el dentista realizó cuatro extracciones dentarias a gentes del pueblo y casi al medio día apareció Argemiro Bustamente,  dueño de La Pradera, hacienda  de extensos cañadulzales y considerables cafetales. El hacendado le entregó a la pequeña de unos doce años que lo acompañaba y le rogó el trabajo de siempre antes de despedirse.

 

En sus últimos años Joaquín había ganado prestigio de sacamuelas por la delicadeza de sus manos, por las tarifas de menesteroso y porque de todos era conocido que prestigiosos odontólogos le encargaban las prótesis por precios que se decían eran de huevo, mientras los titulados terminaban cobrando a sus clientes altos montos, dinero con los que cancelaban los préstamos contraídos para pagar sus estudios profesionales que Salavarrieta no necesitó para ser el mejor.

 

Lo que muchos desconocían era que Salavarrieta hacía trabajos especiales a hacendados pudientes de la región y que cobraba como profesional. Cuando los primeros se presentaron con la intención que Joaquín extrajera la totalidad de las piezas dentales a las jóvenes sirvientas, lo hacía sin entrar en preguntas; meses después se intrigó y un hacendado le explicó sin otros pormenores, que lo hacía por cuestiones de exquisiteces en su intimidad. Años más tarde la práctica se extendió a los hijos y amigos  que venían de la capital a probar un placer destinado a círculos muy reducidos y si Joaquín no renunció a adelantar aquella labor encomendada por acaudalados terratenientes a pesar del encono que le producía, fue porque de abandonarla no hubiera sobrevivido con sus hermanas.

 

Argemiro Bustamante, caficultor de la región llegó al consultorio dental, esta vez, con una niña de la mano. La dejó y se escabulló. Joaquín no pudo evitar un estremecimiento. La pequeña era un ángel blanco de cabellos alborotados  y mejillas  rosadas. Sus ojos tristes, de mirar adormecido conmovieron al dentista el día de su muerte. -Era que el tipejo Bustamante no se daba cuenta que la  niña era impúber, que aún olía a orines y no había mudado todos sus dientes?, pensó. - Cómo se atrevía Bustamante a traerle a una niña, a un ángel?, dijo a media voz -Es que el desgraciado lo creía un depravado como él?,- Qué se creía el tal hacendado, que él no tenía hígados?, levantaba la voz ante la mirada angelical de la pequeña.  El sacamuelas Salavarrieta para unos, el Arrancamuelas Salavarrieta para otros, el dentista Salavarrieta para sus hermanas no estaba dispuesto a cometer ese horror justo el día de su muerte, -No, así tenga que romper la promesa de morirme, se dijo, Bustamante no la joderá como ha jodido a tantas otras, y mientras vociferaba tomó de la mano a la pequeña y se fue sin cerrar el consultorio, calle arriba a plena luz del día, rumiando su ira y de vez en cuando sonriéndole a la niña que no sabía por qué la llevaban al sacamuelas y por qué el sacamuelas la tiraba de la mano y le decía Tranquila mi ángel, ese infeliz no te va a hacer daño. Y la niña no comprendía qué daño le iba a hacer el patrón de su padre, ese gran señor que le regalaba vestidos y dulces, pero igual le correspondía las sonrisas al sacamuelas y seguía tras él casi volando, apenas rozando el empedrado. 


Joaquín Salavarrieta nunca  amó a nadie, o tal vez  a su madre. Al convertirse sin querer en jefe de la familia, odió al padre por el accidente que le arrebató al ser que más quería y quizá nunca le perdonó su ausencia ni la responsabilidad que le echaba sobre sus hombros. Con sus hermanas no lo unían lazos de amor, ni siquiera apego o amistad; si ellas lo veían casi como un extraño a sus afectos, él las trataba como inquilinas que debían servirle sin contraprestaciones. 
Lo sucedido a última hora con la pequeña traída por Bustamente fue de proporciones insospechadas. Todo el amor hacia la madre, hacia  las hermanas y hacia las novias y amantes que Joaquín no experimentó nunca, de pronto cobró una  fuerza descomunal. Mientras caminaba hasta su casa con aquel ángel casi en brazos, el dentista de hacendados corrompidos había desistido de su juramento de no vivir más allá de sus sesenta años. En su corazón solo había espacio para cuidar aquella niña que lo devolvía a la vida.

 

Las hermanas que esperaban noticias sobre el deceso de su hermano, según  estaba planeado para ese día, por voluntad propia, no contaban con que apareciera vivo y con un nuevo miembro de la familia. Luego de ordenar almuerzo especial para la pequeña y comida frugal para él, Joaquín aseó a la niña con tal refinamiento que era imposible que las hermanas no notaran todo el amor que le inspiraba y no vieron con buenos ojos el giro que estaban tomando los acontecimientos en la casa Salavarrieta.

 

Es cierto que nosotras no nos sentíamos a gusto con la vida que llevábamos, pero nos resarcíamos con las fiestas que inventábamos en el Noches de Ronda, el cabaret que soñábamos atender porque allí si seríamos las reinas aunque fuera a otro precio; nos acostumbramos a los caprichos de Joaquín y a seguir sus órdenes, no teníamos otro futuro y lo aceptamos, pero de pronto vino a decirnos que se quería morir, que sesenta años eran suficientes, y por primera vez admitimos que podíamos recomenzar otra vida ya sin él, ser auténticas, libres sin sentirnos culpables. Las tres en otro mundo ajeno a la amargura de Joaquín, sin sus manipulaciones ni sus trajes blancos almidonados, sin sus manías y su odio a los espejos y cuando ya habíamos hecho planes para vender la casa y fundar nuestro propio refugio, se presentaba con esa mocosa a arruinarnos los planes, a  destruir sin ninguna consideración  los sueños que empezábamos a forjar y si Joaquín no cumplía su promesa nosotras si estábamos dispuestas a intentarlo y así lo hicimos. Una mocosa enclenque no le iba a torcer el destino de Joaquín Salavarrieta. Lo que aconteció después tuvo que ver  con promesas incumplidas de última hora y que les rompía las ilusiones forjadas durante  el último año a las trillizas.


Cuando el hermano ordenó las viandas, las trillizas se miraron diciéndose sin palabras que Joaquín a esa hora tenía que estar en una sala de velación y no ordenado potajes y guisos para una solemne desconocida y sin pronunciar vocablo alguno, se esmeraron en la comida con la convicción que esa sería la última cena del hermano. Salavarrieta no observó nada distinto cuando la mesa fue servida y por primera vez en tres décadas invitó a las trillizas al comedor. Las bandejas expedían olores a ajos y cebollas, la ensalada emanaba frescos aromas y la sopa aún bullía en el cacerol. La pequeña no se atrevía a tomar la iniciativa y Joaquín la animó dándole de probar bocados de aquí y de allá; la niña lo siguió y enseguida él tomó la fuente con la salsa para acompañar un trozo de cecina.

 

La autopsia confirmó asfixia, a secas, no reveló el sofoco ni el atragantamiento que le pudo producir el picante puesto en grandes cantidades en la salsa, tampoco develó cómo las trillizas se negaron a ayudar a quien le faltaba el aire, a socorrerle un trago de agua a quien se ahogaba mientras se le iba la vida por una niña de dientes de leche, ni  mostró cómo las mujeres se negaron a prestar los primeros auxilios al hermano por cumplir un sueño que significaba, de alguna manera para ellas, un resquicio de libertad.