viernes, 27 de septiembre de 2013

HOY (Poesía)




Unos pies francos
En el barro fresco
Dejan sus huellas,
Unos pies callosos
Son testigos
De un trasegar valeroso,
Unos pies descalzos
Que de la loma bajan
Derrotan la desesperanza
Unos pies cansados
De obrero
Defienden causas imposibles,
De unos pies livianos
De mujeres
Brotan ansias de libertad.

¡Qué pasos firmes
Alientan el andar!
¡Qué pasos lúcidos
Orientan el quehacer!
La senda está marcada
Es hoy o no tendremos mañana


jueves, 12 de septiembre de 2013

DESOBEDIENCIA (Cuento)

Le dolía la garganta, el esfuerzo había sido extenuante, al terminar la mañana el  calor se hacía insoportable,  casi hasta quemarle los pies. Cuando sus ojos se encontraron supo que era uno de  los cientos de hombres y mujeres que  atravesaban el pueblo haciendo escuchar sus voces de descontento y con  una leve mueca  de sus labios le correspondió  la sonrisa que le dirigía.

El  arrasamiento  del sector público  por parte del neoliberalismo había tocado  la educación,  todo el problema era de financiamiento: Quién pagaba?, Quién la financiaba, Quién respondía por la educación pública? - Los recursos empezaban a ser asignados en virtud de la eficiencia y aunque pareciera lógico, el problema era que la educación se estaba mirando como una mercancía, como un negocio que debía ser rentable, semejante a una empresa con un gerente que debía vender servicios y mostrar una gestión. Mientras las estadísticas hablaban de 3.000.000 de niños por fuera del sistema educativo, para los que se requerían alrededor de 150.000 maestros más, el gobierno pensaba en disminuir la planta de docentes. La única luz de esperanza que se avizoraba, era dar en forma unificada, mayores batallas contra aquellas pretensiones, por eso oriundos y venidos de poblaciones distantes se daban  cita allí y atravesaban el pueblo con ánimo carnavalesco, entonando rondas infantiles que no hablaban de príncipes encantados sino de ministros ignorantes,  ni de payasos tristes sino de presidentes arrogantes.

Las acciones emprendidas por los maestros  planteaban la defensa de una educación científica, para que por medio de ella, se prepararan  personas con altos conocimientos teórico-prácticos que posibilitaran la mejor comprensión de la ciencia y de la técnica en su desarrollo más avanzado y apropiaran la forma de aplicarlo a la producción, en aras del desarrollo  que requería el país. La  defensa que se hiciera de este tipo de educación sería el aporte a la modernización que necesitaba la nación como una premisa para alcanzar un desarrollo autónomo.  En esas  circunstancias estudiantes, maestros y  padres de familia estaban comprometidos con la defensa de la educación pública y ahora coreaban las consignas que se enunciaban desde los altavoces. El atraso industrial y productivo del país, no le había exigido al servicio educativo una enseñanza intensiva en tecnología, cuando en los países industrializados del orbe esta característica de la enseñanza alcanzaba una prioridad de vida o muerte,  allí al contrario con la política de privatización de la educación pública, se le pretendía  asestar un duro golpe a su existencia.

Un grupo de chiquillos aprovechaba las pausas para jugar entre sus padres y maestros, y una vez se  reanudaba la marcha,  los más grandecitos extendían  de manera impecable los listones donde  consignaban las razones que los llevaban a sus escasos años por aquellas intransitables calles; ahora sus infantiles voces fueron un grito airado en defensa de su escuela.  Le dirigió una mirada al grupo de niños y jóvenes y  se alegró porque se estaban haciendo hombres de bien, hombres que sabían lo que querían, hombres que tenían en las  manos su porvenir. 

El trabajo realizado por los maestros en los días preparatorios  a la jornada había dado sus frutos y los jóvenes  cuestionados en su papel a más de recordar el valeroso e histórico papel cumplido por el movimiento estudiantil de  décadas atrás, quienes defendieron con vehemencia la soberanía nacional en el campo de la educación y la cultura, empezaban a formar parte de ese contingente comprometido con la tarea de resguardar este derecho. Se fortalecían las organizaciones  que los agrupaban,  el país necesitaba de su concurso para salir adelante y entre todos  coordinaban esfuerzos con el fin de evitar que se consumara la arremetida estatal contra la educación pública, dictada desde organismos  financieros  internacionales y acatada servilmente por el gobierno.  Así como el movimiento estudiantil de los setenta, la nueva generación tampoco iba a renunciar a la utopía de una nación próspera, soberana y libre.  “Nadie era más respetable que quien respaldaba las ideas con sus actos”,  se dijo, y ellos lo estaban haciendo; sus pasos empezaban a abrir  camino y sus voces ya resonaban en un eco a lo largo y ancho de la nación.

El ánimo festivo de la gente que ahora descansaba en corrillos, era el parte de éxito de aquella jornada. Las bolsitas de agua ahora con el sol en su cenit, eran ampliamente solicitadas refrescando los rostros sudorosos y los labios resecos.  Al concluir la marcha, todos se dispersaron en pequeños grupos, los de más edad aprovechaban y  regresaban utilizando  el escaso transporte de que se disponía,  otros lo hacían caminando despacio, sin afán alguno y  un último grupo  buscaba una sombra  donde tumbarse huyéndole al sol ardiente.

El dolor en la garganta le había disminuido y la voz era ya más clara cuando la euforia se apoderó de todos. Necesitaba relajarse y lo había conseguido, las preocupaciones tempranas del  día habían quedado atrás. La concurrencia había sido grande, no ocurrieron contratiempos ni incidentes que lamentar. Se esperaba un desenlace favorable pronto, las noticias  sobre la magnífica participación en todo el territorio eran alentadoras y el gobierno tendría que  revisar su política educativa.  

Un delicioso cosquilleo la estremeció  cuando sintió aquellos ojos clavados en su cuerpo; adivinó que la blusa húmeda de sudor dejaba traslucir sus  lunas de cuarto menguante, y  sin parpadear  se  quedó  contemplando su humanidad.  Le pareció un poco más joven que ella, de un  rostro muy  varonil donde asomaba una incipiente barba, y de una mirada  incierta que calificó de atrevida, porque atrevido era quedársele mirando así, como hurgándole entre sus ropas. Asoció el cosquilleo con las ansias represadas, lo sentía desde la punta de sus pies hasta las raíces de su cabello, pero  lo percibía más intenso  en sus manos, en sus lunas y entre sus piernas y se alejó con arrebato, mientras con  desconcierto veía como el desconocido iba tras ella.

Al atardecer hablaban como viejos amigos. Ella le contaba de los ya muchos años  dedicados a enseñar, años que no habían sido fáciles, pero  la habían forjado y de los cuales guardaba grandes añoranzas. Le expresó su alegría por los pasos andados, por las metas alcanzadas, por las satisfacciones, por los rostros plenos de los niños, por el coraje puesto, por la brega diaria, por la entrega; pero de pronto la asaltó  la nostalgia por los buenos tiempos idos, por lo dejado atrás, por  los compañeros, por el  aire puro,  por las huellas sobre la hierba, sobre el barro fresco, en los amaneceres lluviosos, por los ires y venires de la vida. Evocó su primera escuela,  los pies descalzos de los niños campesinos atravesando caminos para cumplirle a la maestra, rememoró las primeras luchas, los sacrificios para alcanzar su profesionalización,  y ahora  parecía vano tanto esfuerzo. Más que referirle su vida, él se mostraba  interesado en su conversación y las preguntas se seguían una tras otra sin tregua hasta que se acabaron los interrogantes y un silencio cómplice los envolvió hasta el amanecer.

Miró los labios entreabiertos que se ofrecían generosos, y  los buscó presurosa.  Sus brazos fuertes por momentos la aprisionaban y la acercaban más  como invitándola a sentirlo y a que se preparara para recibirlo.  Mientras ya sus manos buscaban atropelladamente un botón, un espacio entre el pantalón y su  cuerpo, él le susurraba  que se quedara ahí para siempre, y ella  en un esfuerzo  buscaba nuevamente los labios,  y ya plena se acomodó sin demora.

Cuando cesaron las explosiones del corazón, y ella deslizaba suavemente la punta de los dedos por su anatomía, él le  contaba de un agente de rentas de su pueblo,  un tal Sr. Gaona, que en otra época era el encargado de pagar las nóminas a los maestros con dineros recaudados por la venta de licores, y ella   descalzándolo y acariciándole los pies,  le preguntaba qué ocurría con el pago si las añejas botellas de licor no se vendían y le escuchó decir  cuando descubrió  su  selva virgen y exploraba su espalda atlética, que las botellas igual abandonaban el estanco, y tuvo que pedirle mayores explicaciones cuando ya arribaba a sus extremidades y se metía en su ropa, pero   detuvo la marcha por que no entendió las aclaraciones dadas, y no te detengas casi le imploró él y sumisa a la súplica se perdió en  su naturaleza repitiéndole  una  y mil veces  que desde ya lo amaba, que su sexo le había llegado al alma  y él, que sí, que las botellas eran entregadas como parte del pago, y ya experimentando el placer infinito de sentirlo  hundiéndose  entre sus pliegues  se habían hecho la promesa de no permitir que les arrebataran sus derechos.

Ahora era ella la que le contaba, mientras él ya metía las piernas en el pantalón,  como don Rómulo Guarín apodado “el martillo”  había  amasado su fortuna negociando con la nómina de los maestros. Décadas atrás, cuando los salarios se demoraban y eran cancelados cada tercer o cuarto mes, por pura y física necesidad se veían obligados a visitar al tal “martillo” para que los sacara de aquellos aprietos económicos. “El martillo” les compraba la nómina, -claro, con mucho gusto, estamos para servirle, siéntese, qué se toma, un tintico, Rosalina para la maestra….y se cobraba por la derecha un veinticinco por ciento  y hasta 30% y la  maestra, gracias  don Martillo, no,  perdón, gracias Sr. Guarín y “el Martillo”, vuelva cuando quiera, por aquí la espero.  Le acomodó el cabello con los dedos, y le alisó las mangas de la camisa mientras se despedían con un beso eterno pero ya reposado.

Tantas veces se amaban, una tosecita  que él identificaba como una alergia lo incomodaba, pero la fastidiosa tosecita no llegaba a alergia  y  fue controlada   cuando alquilaron un sitio más propicio para sus encuentros y la timidez de los primeros días desapareció. Después reinventando  malabares de amor,  sucumbían  a sus ansias tempranas repitiendo las mismas  palabras pronunciadas siempre,  pero con el sabor  inédito que les  deparaba su pasión.

Desde el  día en que se  metió en su cuerpo por primera vez, se reservaba únicamente para él, sus besos apasionados y su mirada tranquila fueron el imán que terminaron por hacerle perder su voluntad y se llenó de argumentos para vivir intensamente. Como preludio a su amor solían comentar la situación del país, la crisis económica cada vez más acentuada, pero hoy ella le había hablado de las caravanas de comunidades nómadas que van atravesando los desiertos, de la vida  dura  que llevaban  debido a  la escasez de agua. La de  los oasis era preciosa, tanto que era objeto de trueque y  la denominan el oro líquido, le había dicho. El era su oasis, y como el agua que allí fluía y permitía crecer  la vegetación de dátiles que sustenta la alimentación de los caravaneros, su amor le daba vida, le había hecho crecer y florecer, esa era razón suficiente para amarlo. Y así imaginando aquellos parajes lejanos,  exploraban sin afán su propia geografía y bebían  lentamente del agua de sus oasis   Cómo no amarlo, cómo no expresárselo de mil maneras si sólo su ser vibraba por él, si  era el motivo de sus risas, si lo llevaba en cada poro de su piel, si  había hecho revivir en ella la pasión y el placer del sexo con amor, si a él se entregaba sin reservas ni pudores, si sus luchas eran las de él.

Tenía como siempre  necesidad de expresarle  la fuerza de su amor.  Una  amalgama de  sentimientos se entrelazaba y le reafirmaban que estaba enamorada, le gustaba estarlo; su amor le invadía el pensamiento y  el cuerpo entero transformándolo  todo.  Se decía lo fácil que había sido enamorarse de él. Que fácil  había sido amar sus ojos  a veces inciertos, a veces profundos, a veces enamorados; fácil había sido amar sus manos sensibles a la pasión, a la ternura. Fácil había sido amar su timbre de voz,  sus palabras esquivas, y hasta  su timidez; estaba prendida con fuerza de su sencillez, de su pasión, de su calidez, pero sobre todo del coraje puesto en la lucha. Cuando el  destino le había puesto su cita con el amor, ella  había acudido  sin temores, más bien con la certeza de no negarse la última posibilidad de ser feliz; era tierra fértil y en cierta forma estaba tranquila consigo misma porque no le había fallado a su corazón.

Cuán largos  se le antojaban los días sin él. Era bueno amarle, le había reportado vivir de nuevo y  no podía sino darle gracias a la vida, por atravesarlo en su camino; y daba gracias al dios Baco,  bendito Baco.....   Cuando quedaba sola, cerraba los ojos como todas las noches de aquellos convulsionados días y luchaba por sentir su tibieza, por retener las manos enredadas a su cuerpo, por  prolongar la ternura que le producía recorrer su intimidad, por asirse a los labios del que se había convertido en el depositario de todos sus ardores. Cómo lo extrañaba, cómo  ansiaba su piel que aún lejana la quemaba y aun  cuando el amor empezaba a dolerle, encontró  que ese dolor le producía cierto placer.  

Algunas noches después de agotadoras jornadas de agitación entre estudiantes y padres de familia, y cuando las condiciones eran propicias  para fugarse, se refugiaba en su cuerpo, porque su otra vida iniciaba cuando en la penumbra llegaba y  posaba sus labios en su boca ávida  y se terminaba con el último beso de despedida, con la esperanza de mejores tiempos, entonces presintiendo  sus manos en el rostro, o debajo de la falda buscando su humedad   repasaba  una a una las actividades del día siguiente. Se debía  fortalecer en algunos puntos  el trabajo para que tuviera completo éxito, la asistencia a las reuniones aún no tenía la contundencia de otros tiempos y se debía analizar  las causas que la motivaban. Dando vueltas en su lecho, sin poder dormir, se dijo que la propaganda oficial había arreciado, que el enemigo era extranjero, que la falta de conciencia de un sector era otro factor en contra, que las represalias anunciadas contagiaban el miedo, que las luchas internas debían dejarse a un lado y antes que el sueño la venciera se convenció de que las condiciones cambiarían y que con más trabajo el magisterio resistiría.  

La grave situación había llevado a los maestros a emprender una campaña de Desobediencia Civil: se privatizaba la educación, se arremetía contra todas sus conquistas, se amenazaba con liquidar sus derechos, se ponía en marcha un plan atentatorio contra la calidad de la educación y pendía contra su estabilidad una espada de Damocles, con el examen para destituirlos. Y no era que los docentes se opusieran a ser evaluados, por eso la consigna del momento era  “si a la evaluación, no al examen de destitución”, pues en  realidad, ya se desarrollaban diferentes sistemas de evaluación educativa, una anual al interior de las instituciones,  otra a manera de concurso cuando se vinculaban nuevos maestros, pero no podían transigir con un examen de conocimientos y pedagogía cuyo único propósito era  disminuir  la planta de personal y racionalizar el gasto público que a pedido de los organismos financieros internacionales debía realizarse para garantizarles el pago de la inmensa deuda externa, para cuya cuota  exigía se dedicara el cuarenta por ciento del presupuesto nacional, además significaba destituir cinco mil maestros cada dos años,  despedir a los cuarenta mil pensionados en ejercicio, chantajear a los profesores con traslados que más parecían una condena, un destierro, para obligarlos a renunciar; anular la planta de personal departamental sin reemplazarla.  Por eso  ante el examen de evaluación como la forma utilizada por el gobierno para eliminar los puestos de trabajo y “ahorrar” más recursos, el magisterio decidía no  presentar el examen, no llenar informaciones que abrieran camino a los convenios de desempeño, no participar en los cursos para las pruebas pilotos, no permitir la  reubicación arbitraria, no consentir la imposición de más de treinta y cinco estudiantes por profesor, y se disponían a resistir.

Como ninguna otra noche, de las muchas  que vivieron su inagotable pasión, aquella,  de pronto  se vio hermosamente iluminada por  miles de luces de bengala  que adornaron  el firmamento y terminaron metiéndose por los resquicios que dejaban los cristales rotos del ventanal, en   destellos rojos, amarillos,  azules y de todos los colores  engalanando aquella furtiva  habitación. Qué espectáculo más hermoso contemplaron sus ojos. Las luces la obnubilaron. Una tras otra iban formando figuras que con la oscuridad se tornaban más llamativas. Pero casi a la par de los miles de destellos,  retumbaban en sus oídos los sonidos de las tantas explosiones,  también casi al tiempo estas luces se extinguían. Las centellas que fulguraban sólo  les habían regalado su belleza fracciones de segundo, pero sólo esos efímeros instantes bastaron para enceguecerla con su luz, y luego cuando menos lo esperaba.... la noche había quedado aún  más negra que siempre. Su corazón le dolió en el pecho y  enrollándose entre sus brazos  trató de alejar los negros presagios que la sobrecogieron. Platicaron de la anunciada visita  del ministro de educación  a la población y cómo la desobediencia civil se haría efectiva para la fecha prevista,  de manera que se sintieron satisfechos que como los dos, el magisterio no asistiría a los actos protocolarios preparados por las autoridades municipales, pues entre los maestros el ministro se consideraba persona no grata  y  la no presencia de   la comunidad educativa era una forma de desaire y de ejercer en la práctica la desobediencia civil, ya que no bastaba portar el botón con el cual identificaban su rebeldía. Mientras conversaban, sin proponérselo había divagado sobre su amor y tuvo que admitir que aunque el espectáculo fuese breve bien valía la  pena,  porque como el aire y el viento que lo invaden todo, él también le había invadido su cabeza, su cuerpo, su pensamientos, sus alegrías, su risas, sus ansias, sus sentidos todos; para entonces su fragancia excitante, luego sus manos ardientes recorriendo su cuerpo,  sus labios,  y su animal al acecho en espera de una caricia terminaron por reconciliarla con la vida.

La  contundencia de la realidad que en ocasiones lleva a sus protagonistas ante dilemas inesperados, habría de enfrentarla con uno de ellos. La táctica de desobediencia civil estaba en entredicho con la nutrida presencia de maestros entre los asistentes al acto de bienvenida  de la comitiva ministerial. A pesar de la claridad ganada en las contiendas libradas al lado de los obreros, ahora que la lucha de clases se estaba reflejando en las filas del magisterio, su fortaleza se resintió por un momento, y sin detenerse en un análisis que para el momento le resultaba pueril, avanzó resuelta entre la multitud. Los altoparlantes anunciaban el pronto arribo del ministro entre notas musicales intraducibles, los estudiantes presentes recibían las últimas instrucciones de algunos maestros   para que nada fallara al  momento de rendirle honores al invitado;  las danzas típicas y los cantos autóctonos harían parte del acto cultural preparado.

Casi corriendo atravesó la plaza, la tarima dispuesta frente al busto de Carlos Martínez Silva, donde se apostaban los asistentes, se le antojó  levantada allí para  homenajear a quien no lo mereció nunca  y pensó que la mole de cemento derribada al amanecer de un primero de mayo no debió ser nuevamente colocada, pues con su  beneplácito, había contribuido a la separación de Panamá, pero igualmente no era el momento para  semejantes divagaciones, por eso con premura plasmó con  mano  temblorosa lo que de tiempo atrás se había propuesto  defender. 

Ya frente a la palestra  con la ayuda de tres  de sus compañeros, los rollos de cartulina se desplegaron en el instante en que la delegación era recibida con aplausos. Los discursos de las autoridades departamentales y municipales  avalando la política ministerial se siguieron unos a otros, que gracias Sr. ministro por los veinte computadores, que Sr. Ministro bienvenido,  que muy bien por los Convenios de Desempeño Sr. Ministro, que las directivas ministeriales son las más acertadas, que  congratulaciones,  que la medalla, que la placa, que la cinta, que…. a continuación la intervención del Sr. Ministro de Educación, Dr. Dagoberto Bula.   Ahora allí en medio de la plaza, sólo un instante antes que el huésped de honor pronunciara su catilinaria,  sin titubear   dejó escuchar su voz, un grito rasgó la tarde y se alzó para condenar las políticas educativas que pretendían desmantelar la educación pública y arrebatarle los derechos a miles de su misma condición.

Sólo instantes después, a la fuerza fue conducida afuera de la plaza y su voz era ahogaba con canciones que nadie entendía. Sintió la caricia del viento en su rostro, agosto entraba con fuerza; le pareció  que el  cielo gris se había tornado en un azul profundo, acompañado de un resplandor intenso abrasador, como  presagio de  las cometas, de las risas y de la alegría de otros tiempos que volverían para quedarse siempre. De lo único que quizá podía sentirse culpable, era por amar con locura, pero nunca por condenar la injusticia, la arbitrariedad y la explotación.

En medio de la calle, repasó los versos de su canción preferida, la tarareó suavemente;  ya tenía destinatario y el viento lo sabía: 

El día le sigue a  la noche
la calma a la tempestad
y a la opresión de mi pueblo
seguirá su libertad.

Es la ley del universo
que rige en el mundo entero
nadie la puede cambiar
nadie la puede cambiar.

Que avance, avance la noche
avance la oscuridad
que detrás de las tinieblas
vendrá ya la claridad.

Nunca fue más negra
la noche negra
que cuando está cerca, la claridad. 

El material de los barcos
y el alma de los partidos
no se prueban en la calma
sino en plena tempestad
y los hombres que militan
en el partido obrero
ellos son hombres de garra
ellos son hombres sinceros,
ellos tienen pura el alma
como un diamante pulido,
ellos son como titanes
duros como el pedernal,
que no cambian de color
ni en invierno ni en verano,
que se forjan en la lucha
al fragor de las batallas,
como se moldea el acero
cuando se mete en la fragua.

Nunca fue más negra
la noche negra
que cuando está cerca, la claridad.



Para cuando tarareó el último verso del cantautor Carlos Riaño, las canciones indescifrables emitidas por los altavoces momentos antes, eran acalladas por  las voces fuertes de  manifestantes,  eran gritos de protesta.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

SERVICIOS FÚNEBRES (Cuento)


Jeremías SantaCruz atravesaba las calles empedradas de un pueblo que sentía  ajeno, seguía sin ser presentido, el lento andar de  aquella mujer de rostro  acerado; a las puertas del  osario y al detenerse por un ramo  de flores amarillas por primera  vez la anciana lo miró.  En los ojos  enrojecidos del muchacho permanecían clavados los campos  florecidos envueltos en llamas que  la vieja no descubrió.

A primera vista el cementerio estaba dispuesto en bloques, seis en total, limitados por minúsculos jardines, cada bloque dividido en siete filas y  cada fila en diez y ocho bóvedas, cada bóveda  marcada  con una letra y un número. A la izquierda de los bloques por un sendero apretado se llegaba a la capilla, una construcción que por sus formas arquitectónicas y su pompa reñía con el abandono de los campos aledaños sembrados de humildes cruces; hasta allí SantaCruz siguió a la anciana.  Una súplica por los huérfanos y un diostesalve reina y madre salieron de aquellos labios afligidos, acompañados de ruegos al Señor por una muerte tranquila. Confundida mirando ya el cielo, ya las flores marchitas, recitó una docena de descansen en paz; luego de un me acuso padre por faltar a los mandamientos y tres golpes en el pecho por las obras de misericordia olvidadas, pronunció una oración que Jeremías no descifró. 

Debería rezar por sus muertos, dijo casi entre dientes la mujer. Una plegaria no basta.  Tantos son?.  Entonces el muchacho  le habló  del campo, de la sabana, del dolor por sus padres muertos.  La anciana miró los ojos enrojecidos del joven y advirtió en ellos los trigales florecidos envueltos en llamas, sólo entonces concluyó que el joven que podría tener la edad de su hijo desaparecido, era no sólo huérfano, sino desterrado.

Todos los viernes la abuela salía de su casa y con pasos cansados cruzaba el pueblo hasta alcanzar en lo alto de una cuesta, el camposanto donde después de recitar un par de oraciones por su hijo, se disponía a reemplazar las flores secas olorosas a muerto por flores amarillas, frescas, olorosas a muerto mientras una bandada de cuervos revoloteaba  el lugar en cortos paseos disputándose una cruz donde posarse indefinidamente hasta caer la tarde.

Allí, en el último recoveco, se encontraban los restos solitarios de su entrañable hijo. Han vuelto a robar el jarrón, se quejó la anciana.  En algunos panteones altos hay de sobra, uno más o uno menos no será echado de menos, dijo Jeremías. Es cierto, pero hará falta una escalera, Al entrar he visto una, Son alquiladas. A la vista de la anciana, SantaCruz  trepó sin dificultad  por entre los panteones, y con un jarrón entre la camisa, saltó sobre la tierra húmeda y de nuevo estuvo al lado de la octogenaria con una pieza de metal cobrizo el cual se empeñó que tomara por el jarrón hurtado y así pudiera vestir el altar del  hijo fallecido. La vida de Jeremías SantaCruz quedaba ligada  al camposanto.

Desde que la mujer llevó a Jeremías SantaCruz hasta su vivienda para que se sacara el hedor dejado por el agua de las flores de muerto sobre sus ropas, mientras se hacía al jarrón, compartía con ella aquella morada triste. Casi al amanecer SantaCruz abandonaba el cuarto y al trote llegaba al cementerio donde se inició con el cuidado de las lápidas y el arreglo de floreros. Cuando adivinaba en el rostro de los dolientes amargos sufrimientos, no cobraba por su trabajo, distinto era si intuía en los parientes culpas no espiadas. Entre los arreglos por los que no recibía paga alguna, los que debía desistir por considerar que representaban algún peligro, por no contar con una escalera, o los que  tomaban primero los más antiguos en el oficio, se quedaba con unas pocas monedas. 

Siempre que el trajín se lo permitía, Jeremías curioseaba con singular atención la labor del  sepulturero. Los primeros días la purulencia de la materia le produjo náuseas, y en más de una oportunidad éstas fueron acompañadas de cólicos estomacales, pero pasados algunos meses sus vísceras no volvieron a revolcarse con la inmundicia. Desde entonces los muertos fueron sus aliados, sus amigos de soledad, sus fieles compañeros en el destierro. Cuando la bóveda era clausurada, entre el llanto seco de amigos y familiares, el muchacho trazaba sobre el cemento fresco una fecha junto a las iniciales del finado. Si la ocasión se presentaba por la ausencia de rezadoras de oficio, era él quien por unos cuantos pesos invocaba plegarias por el perdón de los pecados, la vida eterna, y la resurrección de los muertos, amén.

Meses más tarde, convertido Jeremías SantaCruz, en ayudante ocasional del enterrador, celebraba con algarabía los decesos de personajes de cierto abolengo, rogando que les asignaran una morada en los panteones situados en la parte inferior de los bloques. Entonces alteraba la mezcla compacta de cemento y arena que el sepulturero le ordenara, por una amalgama fofa con la que fijaba los ladrillos, y ya en las noches la demolía con relativa facilidad al amparo de las estrellas.  Ya por esa época, había confirmado que, mientras los difuntos de las familias más pudientes eran embalsamados en ataúdes confeccionados en madera fina de cedrillo o caracolí, con perfectos acabados, delicados revocados y mullidos almohadones de pana, los  miserables como él, eran depositados en cajones sencillos fabricados con burdos listones de madera y enterrados en la parte trasera del cementerio, en fosas tan constreñidas que con cada invierno se desenterraban.

En las madrugadas con el frío taladrándole los huesos y las arcadas a punto, se dio a la tarea de intercambiar difuntos. Los muertitos  sufridos y humillados en vida, por primera vez  se vistieron con elegantes chaquetas de paño holandés, y durmieron su postrero sueño en féretros delicadamente labrados;  los ancianos relegados al olvido por íntimos y extraños recibieron desde entonces ofrendas florales y escucharon misas cantadas por obispos y cardenales; indigentes, n.ns, y huérfanos reposaron en  mausoleos con  esculturas en piedra finamente talladas por baricharas, y hasta al loco del pueblo, Arquímedes Trespalacios, muerto por la repulsiva manía de tragarse los piojos, le rindieron honores militares al final del novenario.

En los amaneceres era Jeremías SantaCruz, dueño y señor del cementerio. Si a un cadáver le sobraban joyas, le hacía el favor de quitárselas; si tropezaba con unos  pies  yertos,  los mocasines de un desaparecido notario corrupto, o los de un politiquero  ahogado en  una de tantas tragantinas, eran lo más apropiado y, si en otra la palidez era glacial,  la abrigaba  con sábanas blancas de lino con las que embalsamaban a los clérigos libertinos.  Cuando la familia de un fallecido de prestigio contrataba sus servicios, Jeremías SantaCruz  dedicaba sus mejores esfuerzos en la limpieza de la lápida y los jarrones, seguro como estaba, que las flores frescas no engalanarían un sepulcro blanqueado y que allí yacía en su lugar, un  muertito de los suyos.

Aquel tercer lunes de enero, Jeremías SantaCruz atento a los doblones de las campanas de la iglesia, fue preso de una creciente impaciencia, los repiques se repetían por más tiempo del usual y el olor a pólvora circundaba el cementerio. Esperaba un difunto digno, decoroso, para que reposara en su lugar el hijo de su benefactora, y el de ahora lo era. Ya de noche, sumido en aquella mudanza de almas, y tal como lo había confirmado la autopsia, contó uno a uno los veintidós orificios dejados por las veintidós balas que el hermano mayor de los Ferreira había recibido de anónimos enemigos, ya casi arribando a la casa mayor en una madrugada fría y embriagado hasta el alma. El vómito le reapareció, pero no experimentó cólicos. Con el ascenso que le representaba la escalera recién terminada y los muertitos en el lugar que les había sido negado por la providencia divina, se sintió reconfortado, había sido como sepultar un poco a los suyos, como procurarles el descanso al que nunca tuvieron derecho por una violencia que los obligó a  ser unos desarraigados en su propia tierra. Los ojos aún infantiles de Jeremías SantaCruz, ahora sugerían una mirada más limpia, y sosegada, de espigas reverdecidas y maduradas por el sol. 

Al día siguiente Jeremías SantaCruz no fue al camposanto, durmió buena parte de la mañana, de manera que cuando la caritativa anciana le habló de los comentarios hechos en la plaza de mercado, sobre la orden dada por el juez municipal para desenterrar el cadáver del mayor de los Ferreira, con el fin de practicarle algunas pruebas, ante la solicitud hecha por supuestos herederos de su fortuna, el muchacho saltó de la cama y sin pronunciar  vocablo de dos zancadas alcanzó la calle.

En el cementerio todo era revuelo, la conmoción se había apoderado del lugar. En la refinada caja mortuoria donde horas atrás fuera sepultado el cuerpo baleado del hermano mayor de los Ferreira, en medio de un halo de hediondez yacía  el cadáver putrefacto del  hijo de su protectora, el último en encontrar su lugar en aquella balsámica transposición sin licencia desatada por el joven  SantaCruz.   

Como pudo Jeremías SantaCruz se abrió paso entre el tumulto, con el corazón palpitante se detuvo a los pies del difunto; lo aturdió el rostro perturbado del viejo párroco, lo  confundieron los ojos desorbitados del juez y el tic en la  comisura de los labios del sepulturero, semejando una  mueca  sarcástica, se le hizo una sonrisa cándida, cómplice,  que  le devolvió la calma. 




jueves, 5 de septiembre de 2013

HOJAS EN BLANCO (Poesía)

En las horas pálidas de la niñez
Aros y rondas eran nuestros mayores apremios
Hasta que una mañana sin anuncio 
Los males de amor afloraron.

Los jardines  engalanados
Que entre trinos y canciones nos arrullaron,
Hoy  son mudos testigos sin nombre
De añoranzas y sinsabores.

El banco, el carriel y un lápiz  amigos fieles
Que aventuras  nos prodigaron,
Efímero tiempo sin retorno
De la cuna y el aula nos hemos alejado.

Entre risas y poesía
En tardes de cometas los sueños volaron,
Ya las musas no alientan la batalla
Sólo son tristes ecos lejanos.

Libros y colchas tibias
Nuestros amaneceres ciertos plagaron,
Entre mi bastón y mi cayado
Agoniza un tic tac acompasado.

Las horas agridulces de antaño
Con prisa nos abandonaron,            
No hay hojas escritas en blanco
La dignidad nos fueron forjando.