sábado, 28 de septiembre de 2013
viernes, 27 de septiembre de 2013
HOY (Poesía)
Unos
pies francos
En
el barro fresco
Dejan sus huellas,
Unos
pies callosos
Son testigos
De
un trasegar valeroso,
Unos
pies descalzos
Que
de la loma bajan
Derrotan
la desesperanza
Unos
pies cansados
De obrero
Defienden
causas imposibles,
De
unos pies livianos
De
mujeres
Brotan
ansias de libertad.
¡Qué
pasos firmes
Alientan
el andar!
¡Qué
pasos lúcidos
Orientan
el quehacer!
La
senda está marcada
Es
hoy o no tendremos mañana
jueves, 26 de septiembre de 2013
miércoles, 25 de septiembre de 2013
lunes, 23 de septiembre de 2013
domingo, 22 de septiembre de 2013
martes, 17 de septiembre de 2013
domingo, 15 de septiembre de 2013
jueves, 12 de septiembre de 2013
DESOBEDIENCIA (Cuento)
Le dolía la garganta, el esfuerzo había sido extenuante, al terminar
la mañana el calor se hacía insoportable, casi hasta quemarle los
pies. Cuando sus ojos se encontraron supo que era uno de los cientos de
hombres y mujeres que atravesaban el pueblo haciendo escuchar sus voces
de descontento y con una leve mueca de sus labios le
correspondió la sonrisa que le dirigía.
El arrasamiento del sector público por parte del
neoliberalismo había tocado la educación, todo el problema era de
financiamiento: Quién pagaba?, Quién la financiaba, Quién respondía por la
educación pública? - Los recursos empezaban a ser asignados en virtud de la
eficiencia y aunque pareciera lógico, el problema era que la educación se
estaba mirando como una mercancía, como un negocio que debía ser rentable,
semejante a una empresa con un gerente que debía vender servicios y mostrar una
gestión. Mientras las estadísticas hablaban de 3.000.000 de niños por fuera del
sistema educativo, para los que se requerían alrededor de 150.000 maestros más,
el gobierno pensaba en disminuir la planta de docentes. La única luz de
esperanza que se avizoraba, era dar en forma unificada, mayores batallas contra
aquellas pretensiones, por eso oriundos y venidos de poblaciones distantes se
daban cita allí y atravesaban el pueblo con ánimo carnavalesco, entonando
rondas infantiles que no hablaban de príncipes encantados sino de ministros
ignorantes, ni de payasos tristes sino de presidentes arrogantes.
Las acciones emprendidas por los maestros planteaban la defensa
de una educación científica, para que por medio de ella, se prepararan
personas con altos conocimientos teórico-prácticos que posibilitaran la mejor
comprensión de la ciencia y de la técnica en su desarrollo más avanzado y
apropiaran la forma de aplicarlo a la producción, en aras del desarrollo que
requería el país. La defensa que se hiciera de este tipo de educación
sería el aporte a la modernización que necesitaba la nación como una premisa
para alcanzar un desarrollo autónomo. En esas circunstancias
estudiantes, maestros y padres de familia estaban comprometidos con la
defensa de la educación pública y ahora coreaban las consignas que se
enunciaban desde los altavoces. El atraso industrial y productivo del país, no
le había exigido al servicio educativo una enseñanza intensiva en tecnología,
cuando en los países industrializados del orbe esta característica de la
enseñanza alcanzaba una prioridad de vida o muerte, allí al contrario con
la política de privatización de la educación pública, se le pretendía
asestar un duro golpe a su existencia.
Un grupo de chiquillos aprovechaba las pausas para jugar entre sus
padres y maestros, y una vez se reanudaba la marcha, los más
grandecitos extendían de manera impecable los listones donde
consignaban las razones que los llevaban a sus escasos años por aquellas
intransitables calles; ahora sus infantiles voces fueron un grito airado en
defensa de su escuela. Le dirigió una mirada al grupo de niños y jóvenes
y se alegró porque se estaban haciendo hombres de bien, hombres que
sabían lo que querían, hombres que tenían en las manos su porvenir.
El trabajo realizado por los maestros en los días preparatorios
a la jornada había dado sus frutos y los jóvenes cuestionados en su papel
a más de recordar el valeroso e histórico papel cumplido por el movimiento
estudiantil de décadas atrás, quienes defendieron con vehemencia la
soberanía nacional en el campo de la educación y la cultura, empezaban a formar
parte de ese contingente comprometido con la tarea de resguardar este derecho.
Se fortalecían las organizaciones que los agrupaban, el país
necesitaba de su concurso para salir adelante y entre todos coordinaban
esfuerzos con el fin de evitar que se consumara la arremetida estatal contra la
educación pública, dictada desde organismos financieros internacionales y acatada servilmente por el
gobierno. Así como el movimiento estudiantil de los setenta, la nueva
generación tampoco iba a renunciar a la utopía de una nación próspera, soberana
y libre. “Nadie era más respetable que quien respaldaba las ideas con sus
actos”, se dijo, y ellos lo estaban haciendo; sus pasos empezaban a
abrir camino y sus voces ya resonaban en un eco a lo largo y ancho de la
nación.
El ánimo festivo de la gente que ahora descansaba en corrillos, era el
parte de éxito de aquella jornada. Las bolsitas de agua ahora con el sol en su
cenit, eran ampliamente solicitadas refrescando los rostros sudorosos y los
labios resecos. Al concluir la marcha, todos se dispersaron en pequeños
grupos, los de más edad aprovechaban y regresaban utilizando el
escaso transporte de que se disponía, otros lo hacían caminando despacio,
sin afán alguno y un último grupo buscaba una sombra donde
tumbarse huyéndole al sol ardiente.
El dolor en la garganta le había disminuido y la voz era ya más clara
cuando la euforia se apoderó de todos. Necesitaba relajarse y lo había
conseguido, las preocupaciones tempranas del día habían quedado atrás. La
concurrencia había sido grande, no ocurrieron contratiempos ni incidentes que
lamentar. Se esperaba un desenlace favorable pronto, las noticias sobre
la magnífica participación en todo el territorio eran alentadoras y el gobierno
tendría que revisar su política educativa.
Un delicioso cosquilleo la estremeció cuando sintió aquellos
ojos clavados en su cuerpo; adivinó que la blusa húmeda de sudor dejaba
traslucir sus lunas de cuarto menguante, y sin parpadear
se quedó contemplando su humanidad. Le pareció un poco más
joven que ella, de un rostro muy varonil donde asomaba una
incipiente barba, y de una mirada incierta que calificó de atrevida,
porque atrevido era quedársele mirando así, como hurgándole entre sus ropas.
Asoció el cosquilleo con las ansias represadas, lo sentía desde la punta de sus
pies hasta las raíces de su cabello, pero lo percibía más intenso
en sus manos, en sus lunas y entre sus piernas y se alejó con arrebato,
mientras con desconcierto veía como el desconocido iba tras ella.
Al atardecer hablaban como viejos amigos. Ella le contaba de los ya
muchos años dedicados a enseñar, años que no habían sido fáciles,
pero la habían forjado y de los cuales guardaba grandes añoranzas. Le
expresó su alegría por los pasos andados, por las metas alcanzadas, por las
satisfacciones, por los rostros plenos de los niños, por el coraje puesto, por
la brega diaria, por la entrega; pero de pronto la asaltó la nostalgia
por los buenos tiempos idos, por lo dejado atrás, por los compañeros, por
el aire puro, por las huellas sobre la hierba, sobre el barro
fresco, en los amaneceres lluviosos, por los ires y venires de la vida. Evocó
su primera escuela, los pies descalzos de los niños campesinos
atravesando caminos para cumplirle a la maestra, rememoró las primeras luchas,
los sacrificios para alcanzar su profesionalización, y ahora
parecía vano tanto esfuerzo. Más que referirle su vida, él se mostraba
interesado en su conversación y las preguntas se seguían una tras otra sin
tregua hasta que se acabaron los interrogantes y un silencio cómplice los
envolvió hasta el amanecer.
Miró los labios entreabiertos que se ofrecían generosos, y los
buscó presurosa. Sus brazos fuertes por momentos la aprisionaban y la
acercaban más como invitándola a sentirlo y a que se preparara para
recibirlo. Mientras ya sus manos buscaban atropelladamente un botón, un
espacio entre el pantalón y su cuerpo, él le susurraba que se
quedara ahí para siempre, y ella en un esfuerzo buscaba nuevamente
los labios, y ya plena se acomodó sin demora.
Cuando cesaron las explosiones del corazón, y ella deslizaba suavemente
la punta de los dedos por su anatomía, él le contaba de un agente de
rentas de su pueblo, un tal Sr. Gaona, que en otra época era el encargado
de pagar las nóminas a los maestros con dineros recaudados por la venta de
licores, y ella descalzándolo y acariciándole los pies, le
preguntaba qué ocurría con el pago si las añejas botellas de licor no se
vendían y le escuchó decir cuando descubrió su selva virgen y
exploraba su espalda atlética, que las botellas igual abandonaban el estanco, y
tuvo que pedirle mayores explicaciones cuando ya arribaba a sus extremidades y
se metía en su ropa, pero detuvo la marcha por que no entendió las
aclaraciones dadas, y no te detengas casi le imploró él y sumisa a la súplica
se perdió en su naturaleza repitiéndole una y mil veces
que desde ya lo amaba, que su sexo le había llegado al alma y él,
que sí, que las botellas eran entregadas como parte del pago, y ya
experimentando el placer infinito de sentirlo hundiéndose entre sus
pliegues se habían hecho la promesa de no permitir que les arrebataran
sus derechos.
Ahora era ella la que le contaba, mientras él ya metía las piernas en
el pantalón, como don Rómulo Guarín apodado “el martillo”
había amasado su fortuna negociando con la nómina de los maestros. Décadas
atrás, cuando los salarios se demoraban y eran cancelados cada tercer o cuarto
mes, por pura y física necesidad se veían obligados a visitar al tal “martillo”
para que los sacara de aquellos aprietos económicos. “El martillo” les compraba
la nómina, -claro, con mucho gusto, estamos para servirle, siéntese, qué se
toma, un tintico, Rosalina para la maestra….y se cobraba por la derecha un veinticinco
por ciento y hasta 30% y la maestra, gracias don Martillo,
no, perdón, gracias Sr. Guarín y “el Martillo”, vuelva cuando quiera, por
aquí la espero. Le acomodó el cabello con los dedos, y le alisó las
mangas de la camisa mientras se despedían con un beso eterno pero ya reposado.
Tantas veces se amaban,
una tosecita que él identificaba como una alergia lo incomodaba, pero la
fastidiosa tosecita no llegaba a alergia y fue
controlada cuando alquilaron un sitio más propicio para sus
encuentros y la timidez de los primeros días desapareció. Después
reinventando malabares de amor, sucumbían a sus ansias
tempranas repitiendo las mismas palabras pronunciadas siempre, pero
con el sabor inédito que les deparaba su pasión.
Desde el día en que
se metió en su cuerpo por primera vez, se reservaba únicamente para él,
sus besos apasionados y su mirada tranquila fueron el imán que terminaron por
hacerle perder su voluntad y se llenó de argumentos para vivir intensamente.
Como preludio a su amor solían comentar la situación del país, la crisis
económica cada vez más acentuada, pero hoy ella le había hablado de las
caravanas de comunidades nómadas que van atravesando los desiertos, de la
vida dura que llevaban debido a la escasez de agua. La
de los oasis era preciosa, tanto que era objeto de trueque y la
denominan el oro líquido, le había dicho. El era su oasis, y como el agua que
allí fluía y permitía crecer la vegetación de dátiles que sustenta la
alimentación de los caravaneros, su amor le daba vida, le había hecho crecer y
florecer, esa era razón suficiente para amarlo. Y así imaginando aquellos parajes
lejanos, exploraban sin afán su propia geografía y bebían
lentamente del agua de sus oasis Cómo no amarlo, cómo no
expresárselo de mil maneras si sólo su ser vibraba por él, si era el
motivo de sus risas, si lo llevaba en cada poro de su piel, si había
hecho revivir en ella la pasión y el placer del sexo con amor, si a él se
entregaba sin reservas ni pudores, si sus luchas eran las de él.
Tenía como siempre necesidad de expresarle la fuerza de su
amor. Una amalgama de sentimientos se entrelazaba y le
reafirmaban que estaba enamorada, le gustaba estarlo; su amor le invadía el
pensamiento y el cuerpo entero transformándolo todo. Se decía
lo fácil que había sido enamorarse de él. Que fácil había sido amar sus
ojos a veces inciertos, a veces profundos, a veces enamorados; fácil
había sido amar sus manos sensibles a la pasión, a la ternura. Fácil había sido
amar su timbre de voz, sus palabras esquivas, y hasta su timidez;
estaba prendida con fuerza de su sencillez, de su pasión, de su calidez, pero
sobre todo del coraje puesto en la lucha. Cuando el destino le había
puesto su cita con el amor, ella había acudido sin temores, más
bien con la certeza de no negarse la última posibilidad de ser feliz; era
tierra fértil y en cierta forma estaba tranquila consigo misma porque no le
había fallado a su corazón.
Cuán largos se le antojaban los días sin él. Era bueno amarle,
le había reportado vivir de nuevo y no podía sino darle gracias a la
vida, por atravesarlo en su camino; y daba gracias al dios Baco, bendito
Baco..... Cuando quedaba sola, cerraba los ojos como todas las
noches de aquellos convulsionados días y luchaba por sentir su tibieza, por
retener las manos enredadas a su cuerpo, por prolongar la ternura que le
producía recorrer su intimidad, por asirse a los labios del que se había
convertido en el depositario de todos sus ardores. Cómo lo extrañaba,
cómo ansiaba su piel que aún lejana la quemaba y aun cuando el amor
empezaba a dolerle, encontró que ese dolor le producía cierto
placer.
Algunas noches después de agotadoras jornadas de agitación entre
estudiantes y padres de familia, y cuando las condiciones eran propicias
para fugarse, se refugiaba en su cuerpo, porque su otra vida iniciaba cuando en
la penumbra llegaba y posaba sus labios en su boca ávida y se
terminaba con el último beso de despedida, con la esperanza de mejores tiempos,
entonces presintiendo sus manos en el rostro, o debajo de la falda
buscando su humedad repasaba una a una las actividades del
día siguiente. Se debía fortalecer en algunos puntos el trabajo
para que tuviera completo éxito, la asistencia a las reuniones aún no tenía la
contundencia de otros tiempos y se debía analizar las causas que la
motivaban. Dando vueltas en su lecho, sin poder dormir, se dijo que la
propaganda oficial había arreciado, que el enemigo era extranjero, que la falta
de conciencia de un sector era otro factor en contra, que las represalias
anunciadas contagiaban el miedo, que las luchas internas debían dejarse a un
lado y antes que el sueño la venciera se convenció de que las condiciones
cambiarían y que con más trabajo el magisterio resistiría.
La grave situación había llevado a los maestros a emprender una
campaña de Desobediencia Civil: se privatizaba la educación, se arremetía
contra todas sus conquistas, se amenazaba con liquidar sus derechos, se ponía
en marcha un plan atentatorio contra la calidad de la educación y pendía contra
su estabilidad una espada de Damocles, con el examen para destituirlos. Y no era
que los docentes se opusieran a ser evaluados, por eso la consigna del momento
era “si a la evaluación, no al examen de destitución”, pues en
realidad, ya se desarrollaban diferentes sistemas de evaluación educativa, una
anual al interior de las instituciones, otra a manera de concurso cuando
se vinculaban nuevos maestros, pero no podían transigir con un examen de
conocimientos y pedagogía cuyo único propósito era disminuir la
planta de personal y racionalizar el gasto público que a pedido de los organismos
financieros internacionales debía realizarse para garantizarles el pago de la
inmensa deuda externa, para cuya cuota exigía se dedicara el cuarenta por
ciento del presupuesto nacional, además significaba destituir cinco mil
maestros cada dos años, despedir a los cuarenta mil pensionados en
ejercicio, chantajear a los profesores con traslados que más parecían una
condena, un destierro, para obligarlos a renunciar; anular la planta de
personal departamental sin reemplazarla. Por eso ante el examen de
evaluación como la forma utilizada por el gobierno para eliminar los puestos de
trabajo y “ahorrar” más recursos, el magisterio decidía no presentar el
examen, no llenar informaciones que abrieran camino a los convenios de
desempeño, no participar en los cursos para las pruebas pilotos, no permitir
la reubicación arbitraria, no consentir la imposición de más de treinta y
cinco estudiantes por profesor, y se disponían a resistir.
Como ninguna otra noche, de las muchas que vivieron su
inagotable pasión, aquella, de pronto se vio hermosamente iluminada
por miles de luces de bengala que adornaron el firmamento y
terminaron metiéndose por los resquicios que dejaban los cristales rotos del
ventanal, en destellos rojos, amarillos, azules y de todos los
colores engalanando aquella furtiva habitación. Qué espectáculo más
hermoso contemplaron sus ojos. Las luces la obnubilaron. Una tras otra iban
formando figuras que con la oscuridad se tornaban más llamativas. Pero casi a
la par de los miles de destellos, retumbaban en sus oídos los sonidos de
las tantas explosiones, también casi al tiempo estas luces se extinguían.
Las centellas que fulguraban sólo les habían regalado su belleza
fracciones de segundo, pero sólo esos efímeros instantes bastaron para
enceguecerla con su luz, y luego cuando menos lo esperaba.... la noche había
quedado aún más negra que siempre. Su corazón le dolió en el pecho
y enrollándose entre sus brazos trató de alejar los negros
presagios que la sobrecogieron. Platicaron de la anunciada visita del
ministro de educación a la población y cómo la desobediencia civil se
haría efectiva para la fecha prevista, de manera que se sintieron
satisfechos que como los dos, el magisterio no asistiría a los actos protocolarios
preparados por las autoridades municipales, pues entre los maestros el ministro
se consideraba persona no grata y la no presencia de la
comunidad educativa era una forma de desaire y de ejercer en la práctica la
desobediencia civil, ya que no bastaba portar el botón con el cual
identificaban su rebeldía. Mientras conversaban, sin proponérselo había
divagado sobre su amor y tuvo que admitir que aunque el espectáculo fuese breve
bien valía la pena, porque como el aire y el viento que lo invaden
todo, él también le había invadido su cabeza, su cuerpo, su pensamientos, sus
alegrías, su risas, sus ansias, sus sentidos todos; para entonces su fragancia
excitante, luego sus manos ardientes recorriendo su cuerpo, sus
labios, y su animal al acecho en espera de una caricia terminaron por
reconciliarla con la vida.
La contundencia de
la realidad que en ocasiones lleva a sus protagonistas ante dilemas
inesperados, habría de enfrentarla con uno de ellos. La táctica de
desobediencia civil estaba en entredicho con la nutrida presencia de maestros
entre los asistentes al acto de bienvenida de la comitiva ministerial. A
pesar de la claridad ganada en las contiendas libradas al lado de los obreros,
ahora que la lucha de clases se estaba reflejando en las filas del magisterio,
su fortaleza se resintió por un momento, y sin detenerse en un análisis que
para el momento le resultaba pueril, avanzó resuelta entre la multitud. Los
altoparlantes anunciaban el pronto arribo del ministro entre notas musicales
intraducibles, los estudiantes presentes recibían las últimas instrucciones de
algunos maestros para que nada fallara al momento de rendirle
honores al invitado; las danzas típicas y los cantos autóctonos harían
parte del acto cultural preparado.
Casi corriendo atravesó la plaza, la tarima dispuesta frente al busto
de Carlos Martínez Silva, donde se apostaban los asistentes, se le antojó
levantada allí para homenajear a quien no lo mereció nunca y pensó
que la mole de cemento derribada al amanecer de un primero de mayo no debió
ser nuevamente colocada, pues con su beneplácito, había contribuido a la
separación de Panamá, pero igualmente no era el momento para semejantes
divagaciones, por eso con premura plasmó con mano temblorosa lo que
de tiempo atrás se había propuesto defender.
Ya frente a la palestra con la ayuda de tres de sus
compañeros, los rollos de cartulina se desplegaron en el instante en que la
delegación era recibida con aplausos. Los discursos de las autoridades
departamentales y municipales avalando la política ministerial se
siguieron unos a otros, que gracias Sr. ministro por los veinte computadores,
que Sr. Ministro bienvenido, que muy bien por los Convenios de Desempeño
Sr. Ministro, que las directivas ministeriales son las más acertadas, que
congratulaciones, que la medalla, que la placa, que la cinta, que…. a
continuación la intervención del Sr. Ministro de Educación, Dr. Dagoberto
Bula. Ahora allí en medio de la plaza, sólo un instante antes que
el huésped de honor pronunciara su catilinaria, sin titubear
dejó escuchar su voz, un grito rasgó la tarde y se alzó para condenar las
políticas educativas que pretendían desmantelar la educación pública y
arrebatarle los derechos a miles de su misma condición.
Sólo instantes después, a la fuerza fue conducida afuera de la plaza y
su voz era ahogaba con canciones que nadie entendía. Sintió la caricia del
viento en su rostro, agosto entraba con fuerza; le pareció que el
cielo gris se había tornado en un azul profundo, acompañado de un resplandor intenso
abrasador, como presagio de las cometas, de las risas y de la
alegría de otros tiempos que volverían para quedarse siempre. De lo único que
quizá podía sentirse culpable, era por amar con locura, pero nunca por condenar
la injusticia, la arbitrariedad y
la explotación.
En medio de la calle, repasó los versos de su canción preferida, la
tarareó suavemente; ya tenía destinatario y el viento lo sabía:
El día le sigue a la noche
la calma a la tempestad
y a la opresión de mi pueblo
seguirá su libertad.
Es la ley del universo
que rige en el mundo entero
nadie la puede cambiar
nadie la puede cambiar.
Que avance, avance la noche
avance la oscuridad
que detrás de las tinieblas
vendrá ya la claridad.
Nunca fue más negra
la noche negra
que cuando está cerca, la claridad.
El material de los barcos
y el alma de los partidos
no se prueban en la calma
sino en plena tempestad
y los hombres que militan
en el partido obrero
ellos son hombres de garra
ellos son hombres sinceros,
ellos tienen pura el alma
como un diamante pulido,
ellos son como titanes
duros como el pedernal,
que no cambian de color
ni en invierno ni en verano,
que se forjan en la lucha
al fragor de las batallas,
como se moldea el acero
cuando se mete en la fragua.
Nunca fue más negra
la noche negra
que cuando está cerca, la claridad.
Para cuando tarareó el último verso del cantautor Carlos Riaño, las
canciones indescifrables emitidas por los altavoces momentos antes, eran
acalladas por las voces fuertes de manifestantes, eran gritos
de protesta.
miércoles, 11 de septiembre de 2013
SERVICIOS FÚNEBRES (Cuento)
Jeremías SantaCruz atravesaba las calles empedradas de un pueblo que
sentía ajeno, seguía sin ser presentido, el lento andar de aquella
mujer de rostro acerado; a las puertas del osario y al detenerse
por un ramo de flores amarillas por primera vez la anciana lo
miró. En los ojos enrojecidos del muchacho permanecían
clavados los campos florecidos envueltos en llamas que la vieja no
descubrió.
A primera vista el cementerio estaba dispuesto en bloques, seis en total,
limitados por minúsculos jardines, cada bloque dividido en siete filas
y cada fila en diez y ocho bóvedas, cada bóveda marcada con
una letra y un número. A la izquierda de los bloques por un sendero apretado
se llegaba a la capilla, una construcción que por sus formas
arquitectónicas y su pompa reñía con el abandono de los campos aledaños
sembrados de humildes cruces; hasta allí SantaCruz siguió a la anciana. Una
súplica por los huérfanos y un diostesalve reina y madre salieron de
aquellos labios afligidos, acompañados de ruegos al Señor por una
muerte tranquila. Confundida mirando ya el cielo, ya las flores marchitas,
recitó una docena de descansen en paz; luego de un me acuso padre por faltar a
los mandamientos y tres golpes en el pecho por las obras de misericordia
olvidadas, pronunció una oración que Jeremías no descifró.
Debería rezar por sus muertos, dijo casi entre dientes la mujer. Una plegaria
no basta. Tantos son?. Entonces el muchacho le habló del campo, de la sabana, del
dolor por sus padres muertos. La anciana miró los ojos enrojecidos del joven
y advirtió en ellos los trigales florecidos envueltos en llamas, sólo entonces
concluyó que el joven que podría tener la edad de su hijo desaparecido, era no
sólo huérfano, sino desterrado.
Todos los viernes la abuela salía de su casa y con pasos cansados
cruzaba el pueblo hasta alcanzar en lo alto de una cuesta, el camposanto donde
después de recitar un par de oraciones por su hijo, se disponía a reemplazar
las flores secas olorosas a muerto por flores amarillas, frescas, olorosas
a muerto mientras una bandada de cuervos revoloteaba el lugar en cortos
paseos disputándose una cruz donde posarse indefinidamente hasta caer la tarde.
Allí, en el último recoveco, se encontraban los restos solitarios de su
entrañable hijo. Han vuelto a robar el jarrón, se quejó la anciana. En
algunos panteones altos hay de sobra, uno más o uno menos no será echado de
menos, dijo Jeremías. Es cierto, pero hará falta una escalera, Al entrar he
visto una, Son alquiladas. A la vista de la anciana, SantaCruz trepó sin
dificultad por entre los panteones, y con un jarrón entre la camisa, saltó
sobre la tierra húmeda y de nuevo estuvo al lado de la octogenaria con una
pieza de metal cobrizo el cual se empeñó que tomara por el jarrón hurtado y así
pudiera vestir el altar del hijo fallecido. La vida de Jeremías
SantaCruz quedaba ligada al camposanto.
Desde que la mujer llevó a Jeremías SantaCruz hasta su vivienda
para que se sacara el hedor dejado por el agua de las flores de muerto sobre
sus ropas, mientras se hacía al jarrón, compartía con ella aquella morada
triste. Casi al amanecer SantaCruz abandonaba el cuarto y al trote llegaba
al cementerio donde se inició con el cuidado de las lápidas y el arreglo
de floreros. Cuando adivinaba en el rostro de los dolientes amargos sufrimientos,
no cobraba por su trabajo, distinto era si intuía en los parientes culpas
no espiadas. Entre los arreglos por los que no recibía paga alguna,
los que debía desistir por considerar que representaban algún peligro, por no
contar con una escalera, o los que tomaban primero los más antiguos en el
oficio, se quedaba con unas pocas monedas.
Siempre que el trajín se lo permitía, Jeremías curioseaba con singular
atención la labor del sepulturero. Los primeros días la purulencia
de la materia le produjo náuseas, y en más de una oportunidad éstas fueron
acompañadas de cólicos estomacales, pero pasados algunos meses sus vísceras
no volvieron a revolcarse con la inmundicia. Desde entonces los muertos
fueron sus aliados, sus amigos de soledad, sus fieles compañeros en el
destierro. Cuando la bóveda era clausurada, entre el llanto seco de amigos y
familiares, el muchacho trazaba sobre el cemento fresco una fecha junto
a las iniciales del finado. Si la ocasión se presentaba por la ausencia de
rezadoras de oficio, era él quien por unos cuantos pesos invocaba plegarias por
el perdón de los pecados, la vida eterna, y la resurrección de los
muertos, amén.
Meses más tarde, convertido Jeremías SantaCruz, en ayudante ocasional
del enterrador, celebraba con algarabía los decesos de personajes de cierto
abolengo, rogando que les asignaran una morada en los panteones situados en la
parte inferior de los bloques. Entonces alteraba la mezcla compacta
de cemento y arena que el sepulturero le ordenara, por una amalgama fofa con la
que fijaba los ladrillos, y ya en las noches la demolía con relativa facilidad
al amparo de las estrellas. Ya por esa época, había confirmado que, mientras
los difuntos de las familias más pudientes eran embalsamados en ataúdes confeccionados
en madera fina de cedrillo o caracolí, con perfectos acabados, delicados
revocados y mullidos almohadones de pana, los miserables como él,
eran depositados en cajones sencillos fabricados con burdos listones de madera
y enterrados en la parte trasera del cementerio, en fosas tan constreñidas que
con cada invierno se desenterraban.
En las madrugadas con el frío taladrándole los huesos y las arcadas a
punto, se dio a la tarea de intercambiar difuntos. Los muertitos
sufridos y humillados en vida, por primera vez se vistieron con elegantes
chaquetas de paño holandés, y durmieron su postrero sueño en féretros
delicadamente labrados; los ancianos relegados al olvido por íntimos y
extraños recibieron desde entonces ofrendas florales y escucharon misas
cantadas por obispos y cardenales; indigentes, n.ns, y huérfanos reposaron
en mausoleos con esculturas en piedra finamente talladas por
baricharas, y hasta al loco del pueblo, Arquímedes Trespalacios, muerto por la
repulsiva manía de tragarse los piojos, le rindieron honores militares al final
del novenario.
En los amaneceres era Jeremías SantaCruz, dueño y señor del
cementerio. Si a un cadáver le sobraban joyas, le hacía el favor de quitárselas;
si tropezaba con unos pies yertos, los mocasines de un
desaparecido notario corrupto, o los de un politiquero ahogado en
una de tantas tragantinas, eran lo más apropiado y, si en otra la palidez era
glacial, la abrigaba con sábanas blancas de lino con las que
embalsamaban a los clérigos libertinos. Cuando la familia de un
fallecido de prestigio contrataba sus servicios, Jeremías
SantaCruz dedicaba sus mejores esfuerzos en la limpieza de la lápida y
los jarrones, seguro como estaba, que las flores frescas no engalanarían un
sepulcro blanqueado y que allí yacía en su lugar, un muertito de los
suyos.
Aquel tercer lunes de enero, Jeremías SantaCruz atento a los doblones de
las campanas de la iglesia, fue preso de una creciente impaciencia, los
repiques se repetían por más tiempo del usual y el olor a pólvora circundaba
el cementerio. Esperaba un difunto digno, decoroso, para que reposara en su lugar
el hijo de su benefactora, y el de ahora lo era. Ya de noche, sumido en
aquella mudanza de almas, y tal como lo había confirmado la autopsia,
contó uno a uno los veintidós orificios dejados por las veintidós
balas que el hermano mayor de los Ferreira había recibido de anónimos
enemigos, ya casi arribando a la casa mayor en una madrugada fría y embriagado
hasta el alma. El vómito le reapareció, pero no experimentó cólicos. Con el
ascenso que le representaba la escalera recién terminada y los
muertitos en el lugar que les había sido negado por la providencia divina,
se sintió reconfortado, había sido como sepultar un poco a los suyos,
como procurarles el descanso al que nunca tuvieron derecho por una
violencia que los obligó a ser unos desarraigados en su propia tierra.
Los ojos aún infantiles de Jeremías SantaCruz, ahora sugerían una mirada
más limpia, y sosegada, de espigas reverdecidas y maduradas por el
sol.
Al día siguiente Jeremías SantaCruz no fue al camposanto, durmió buena
parte de la mañana, de manera que cuando la caritativa anciana le habló de los
comentarios hechos en la plaza de mercado, sobre la orden dada por el juez
municipal para desenterrar el cadáver del mayor de los Ferreira, con
el fin de practicarle algunas pruebas, ante la solicitud hecha por
supuestos herederos de su fortuna, el muchacho saltó de la cama y sin
pronunciar vocablo de dos zancadas alcanzó la calle.
En el cementerio todo era revuelo, la conmoción se había apoderado del
lugar. En la refinada caja mortuoria donde horas atrás fuera sepultado
el cuerpo baleado del hermano mayor de los Ferreira, en medio de un halo de
hediondez yacía el cadáver putrefacto del hijo de su
protectora, el último en encontrar su lugar en aquella balsámica transposición
sin licencia desatada por el joven SantaCruz.
Como pudo Jeremías SantaCruz se abrió paso entre el tumulto, con
el corazón palpitante se detuvo a los pies del difunto; lo aturdió el rostro
perturbado del viejo párroco, lo confundieron los ojos desorbitados del
juez y el tic en la comisura de los labios del sepulturero, semejando
una mueca sarcástica, se le hizo una sonrisa cándida,
cómplice, que le devolvió la calma.
jueves, 5 de septiembre de 2013
HOJAS EN BLANCO (Poesía)
En las horas pálidas de la niñez
Aros y rondas eran nuestros mayores apremios
Hasta que una mañana sin anuncio
Los males de amor afloraron.
Los jardines engalanados
Que entre trinos y canciones nos
arrullaron,
Hoy son mudos testigos sin
nombre
De añoranzas y sinsabores.
El banco, el carriel y un lápiz amigos fieles
Que aventuras nos prodigaron,
Efímero tiempo sin retorno
De la cuna y el aula nos hemos alejado.
Entre risas y poesía
En tardes de cometas los sueños
volaron,
Ya las musas no alientan la batalla
Sólo son tristes ecos lejanos.
Libros y colchas tibias
Nuestros amaneceres ciertos
plagaron,
Entre mi bastón y mi cayado
Agoniza un tic tac acompasado.
Las horas agridulces de antaño
Con prisa nos
abandonaron,
No hay hojas escritas en blanco
La dignidad nos fueron forjando.
martes, 3 de septiembre de 2013
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