La pandemia, como a todos,
tomó a las señoritas Camargo por sorpresa. Estaban confinadas en su casa por
voluntad propia hacía cerca de cuatro décadas y ahora que bordeaban los cien
años y debían permanecer aisladas en virtud de un decreto presidencial, la
idea no les causaba gracia. Una cosa era que, teniendo la libertad para vagar
por la ciudad, no se les diera la gana de hacerlo y otra muy diferente que las
autoridades, las obligaran a no asomar las narices a la calle.
Conocí a las señoritas
Camargo cuando apenas acababa de cumplir los diez años y ellas ya todas
rondaban los sesenta. Siempre las consideré unos seres apócrifos para la
sociedad. Nunca se casaron, no tuvieron hijos, no fueron a la escuela y nunca
salieron de la cocina. Primero cocinaron para sus nueve hermanos y sus padres,
después cuando los padres fallecieron y los hermanos tomaron caminos diferentes
y sólo quedaron en compañía del menor de ellos, siguieron ocupándose de las labores
domésticas, haciendo las veces de mamás, abuelas y tías, con una devoción casi
enamoradiza.
Cuando el hermano menor
optó por el matrimonio, ya pasados los cuarenta y ellas se adentraban en su
vejez, las señoritas Camargo se vieron obligadas a abandonar la casa paterna casi a empujones y
nunca más volverían a pisar sus puertas. El recién casado para no contrariar a
su legítima esposa, había decidido continuar su nueva vida sin los arrumacos y
la sobreprotección de las hermanas. A pesar de que el hermano les compró una pequeña vivienda y nunca les faltó con una modesta mesada, las señoritas Camargo no le
perdonaron lo que consideraron una grave ofensa, una traición a los lazos de sangre, hecho que las avergonzaría para siempre.
Fue por esa misma época,
cuando empecé a realizar sencillos trabajos para ayudar con los gastos
familiares, después que mi padre murió y me encontré de pronto haciendo mandados a las señoritas Camargo. Todo me encargaban las señoritas, el pan para
el desayuno, la leche para el café, el hilo para el tejido, los devocionales
para sus tardes de largos rosarios y hasta el aguardiente para el
estreñimiento. En todos esos años, algunas veces me preguntaba las razones del
drástico auto-confinamiento de las señoritas Camargo y concluía que además del
castigo que con esa determinación querían infligirle al hermano, debía ser
también por el fuerte influjo de una sociedad en un siglo plagado de leyendas,
de espantos, de un falso misticismo, de creencias rebuscadas y una crianza,
donde debieron aceptar, con resignación, cierto placer y hasta romanticismo, la
autoridad patriarcal del padre y los hermanos.
Siempre les dejaba los
encargos a las Señoritas Camargo, en la puerta de la casa porque nunca me
permitían ingresar, y así fue hasta el día que terminé la secundaria y ellas
me invitaron a uno de sus chocolates con panes y cuajada. La casa era una
pocilga de esas que basta una ojeada para recorrerla toda. El portón de acceso
era macizo, pero dividido horizontalmente, de manera que sólo cuando iba a
entregarles los encargos se permitían abrir la parte superior. Se
continuaba por un corto pasillo que servía de galería de fotografías
familiares ya envejecidas, enseguida estaban a la vista la cocina y las
habitaciones sin puertas, al frente un comedor minúsculo que hacía también las
veces de sala o recibidor y ahí mismo el único baño sin techo, por donde se
filtraban unos pocos rayos de sol y que en épocas
de lluvia las condenaba a sufrir inundaciones. Al fondo la oscuridad me impidió ver más
allá, pero intuí por un olor que casi me ahogaba, que en esa guarida hacían sus necesidades los cinco o seis gatos que se paseaban por la estrecha
vivienda y enredaban sus largas colas en mis piernas.
Las Señoritas Camargo
despidieron un siglo y le dieron la bienvenida a otro sin darse cuenta, o al
menos eso creía yo. Para el nuevo milenio eran ya octogenarias y yo continuaba
dejándoles en la puerta las compras que les hacía, ahora con la promesa que a la muerte de las señoritas Camargo, heredaría la lóbrega vivienda. A pesar
de la apariencia gibosa, del rostro surcado, del caminar lento, del cabello ralo, las señoritas Camargo no sufrían dolencia alguna. Además del
aguardiente para el estreñimiento, ningún medicamento aparecía en la lista de
compras y hasta llegué a pensar muchas veces, si las botellas de anisado que
cada ocho días les traía del mercado, eran la pócima que obraba en la salud de
las ancianas.
Con la llegada del 2019,
las señoritas Camargo se acercaban al siglo de existencia. Su hermano menor
había fallecido y se encontraban prácticamente solas. Por mis ocupaciones, yo
les llevaba sus compras una sola vez por semana. Las señoritas Camargo que ahora vivían
de la caridad de los sobrinos parecían haberse estancado en el tiempo. Ni una arruga más,
ningún ataque de tos o quejido que delatara alguna enfermedad; lo único nuevo
era que el número de botellas de aguardiente que me encargaban se había
incrementado como si el estreñimiento que padecían se hubiera hecho más
crónico. Además, para extrañeza de todos, habían abandonado discretamente el
confinamiento. El portón de madera que en alguna época debió permanecer de par
en par y que después durante cuatro décadas estuvo clausurado completamente,
ahora por espacio de algunos minutos volvía a abrirse de tarde en tarde. Las
señoritas Camargo habían adquirido la costumbre de asomar la cabeza, al paso de
las carrozas fúnebres que tenían esa ruta obligada, hacia las tres en punto. Según me dijeron, enviaban con los muertos, mensajes de perdón a su hermano,
por haberlas sacado a empujones de la casa paterna.
A finales de diciembre no
terminaba de entender por qué las señoritas Camargo empezaron a solicitarme
mayores provisiones y algunas herramientas inusuales que me limitaba a
llevárselas sin preguntar. Creía que con los años estaban perdiendo la cordura
y que tenían algún tipo de demencia que las llevaba a malgastar sus pocos ahorros. Al fin y al cabo, a sus cien años algún
estrago les estaría cobrando la vida de anacoretas. Ya para el 2020, a mediados del mes de marzo, las señoritas
Camargo, volvieron a invitarme a un chocolate con panes y cuajadas. El olor de
los excrementos de los gatos, me impidió acabar con la bebida caliente; me
prometí si alguna vez tenía casa, jamás tendría mascotas, menos si eran felinos
y me dispuse a abandonar aquella morada apresuradamente. Las señoritas Camargo
me detuvieron y me hicieron prometer que tan pronto pasara la cuarentena impuesta volvería a asistirlas. Cuarentena era una palabra que sólo lograba asociar con las
mujeres cuando daban a luz; Coronavirus dijeron las señoritas Camargo y yo no sabía de qué me
hablaban esas hirsutas ancianas. Pandemia me aclararon, y la única pandemia
de que tenía noticia era la de la corrupción que asechaba detrás de cada
funcionario, de cada político, de cada contratista. COVID-19 casi me gritaron y
ahora sí salí corriendo y juré que nunca más volvería donde las señoritas
Camargo.
En medio de aislamiento, escuchando las alarmantes noticias sobre las montañas de muertos
apilados que dejaba la pandemia en el mundo, sin que pudieran ser cremados a pesar de que los hornos no tenían tregua, imagino a las señoritas Camargo, meses atrás, sentadas frente al viejo televisor curándose de su estreñimiento mientras oían
a los periodistas hablar del síndrome respiratorio agudo que se reportaba desde
el Oriente; siguiendo cada día, seguramente, entre anís y anís, el itinerario
de aquel virus viajando por el aire a través de los continentes, mientras
yo ajeno hacía mandados diez y ocho horas al día para poder sobrevivir en la capital.
Tan pronto se inició el
simulacro de aislamiento ordenado por la alcaldesa, las señoritas Camargo se pusieron manos a la obra. Para cuando
terminó el simulacro y el primer mandatario debió declarar el inicio de la
cuarentena, ante la presión de algunos alcaldes, las señoritas Camargo habían terminado de esculpir una ventana, en la profundidad de la vivienda, con la esperanza de contrabandear las botellas de anisado y que el trago no les faltara mientras la orden de mantener la puerta cerrada se mantuviera.
Ahora recuerdo a las
señoritas Camargo, su casa sombría, los gatos maullando de hambre, las penurias, que con dignidad soportan, el portón clausurado; olvidadas y confinadas las pobres señoritas Camargo, sin ningún
contacto con el mundo. Lo que no sabía era que en esos interminables meses, rogando una cura a la pandemia, las señoritas Camargo pasaban sus tardes atrincheradas por turnos en el boquete recién hecho, renegando de los políticos que se habían decidido por los negocios mientras el virus se extendía por el planeta y esperando puntuales el paso de los contrabandistas.
Ya no siento compasión por las señoritas Camargo, en el fondo las envidio; si, envidio ese
rayito de luz de su sanitario al aire libre, y envidio sus tardes anisadas. Mi habitación
está sellada por orden de la dueña, no veo la luz del sol, el aire caliente me sofoca y quiero derribar la puerta.