lunes, 25 de mayo de 2020

REFLEJO

Me miro al espejo y te veo adusta
haciendo pesquisas entre las azaleas
y enredaderas del corredor,
siempre escondida 
en tu delantal de caracolas
repartiendo pedazos de tortas
de sabores almibarados
que aún hoy hacen agua la boca.

Me miro al espejo y te veo
diligente tumbando telarañas
de los altos techos del caserón
a los que solo tú alcanzabas
con la vara de la escoba.

Me miro al espejo y te veo
destripando hormigas 
que perseguías con los limpiones de bajar las ollas,
o cazando ratones 
agobiados por el hambre
entre alguna canasta de pan.

Me miro al espejo y te veo
repasarme la cabellera sobre tu regazo,
corregirme las tareas 
con tus inusuales
pero efectivos métodos,
supervisar la limpieza de los cuartos
y el lustre de mis zapatos
hasta que alcanzaban
un brillo de porcelana.


Me miro al espejo y me veo madre mía
con tus gestos y ademanes
con mi mirada y mis manos
que también son las tuyas madre,
con tu boca que es mi boca
con tu pecho y tu corazón
en los que anidamos todos.

LA VENTANA


La pandemia, como a todos, tomó a las señoritas Camargo por sorpresa. Estaban confinadas en su casa por voluntad propia hacía cerca de cuatro décadas y ahora que bordeaban los cien años y debían permanecer aisladas en virtud de un decreto presidencial, la idea no les causaba gracia. Una cosa era que, teniendo la libertad para vagar por la ciudad, no se les diera la gana de hacerlo y otra muy diferente que las autoridades, las obligaran a no asomar las narices a la calle.

Conocí a las señoritas Camargo cuando apenas acababa de cumplir los diez años y ellas ya todas rondaban los sesenta. Siempre las consideré unos seres apócrifos para la sociedad. Nunca se casaron, no tuvieron hijos, no fueron a la escuela y nunca salieron de la cocina. Primero cocinaron para sus nueve hermanos y sus padres, después cuando los padres fallecieron y los hermanos tomaron caminos diferentes y sólo  quedaron en compañía del menor de ellos, siguieron ocupándose de las labores domésticas, haciendo las veces de mamás, abuelas y tías, con una devoción casi enamoradiza.

Cuando el hermano menor optó por el matrimonio, ya pasados los cuarenta y ellas se adentraban en su vejez, las señoritas Camargo  se vieron obligadas a abandonar la casa paterna casi  a empujones y nunca más volverían a pisar sus puertas. El recién casado para no contrariar a su legítima esposa, había decidido continuar su nueva vida sin los arrumacos y la sobreprotección de las hermanas. A pesar de que el hermano les compró una pequeña vivienda y nunca les faltó con una modesta mesada, las señoritas Camargo no le perdonaron lo que consideraron una grave ofensa, una traición a los lazos de sangre, hecho que las avergonzaría para siempre.

Fue por esa misma época, cuando empecé a realizar sencillos trabajos para ayudar con los gastos familiares, después que mi padre murió y me encontré de pronto haciendo mandados a las señoritas Camargo. Todo me encargaban las señoritas, el pan para el desayuno, la leche para el café, el hilo para el tejido, los devocionales para sus tardes de largos rosarios y hasta el aguardiente para el estreñimiento. En todos esos años, algunas veces me preguntaba las razones del drástico auto-confinamiento de las señoritas Camargo y concluía que además del castigo que con esa determinación querían infligirle al hermano, debía ser también por el fuerte influjo de una sociedad en un siglo plagado de leyendas, de espantos, de un falso misticismo, de creencias rebuscadas y una crianza, donde debieron aceptar, con resignación, cierto placer y hasta romanticismo, la autoridad patriarcal del padre y los hermanos.

Siempre les dejaba los encargos a las Señoritas Camargo, en la puerta de la casa porque nunca me permitían ingresar, y así fue hasta el día que terminé la secundaria y ellas me invitaron a uno de sus chocolates con panes y cuajada. La casa era una pocilga de esas que basta una ojeada para recorrerla toda. El portón de acceso era macizo, pero dividido horizontalmente, de manera que sólo cuando iba a entregarles los encargos se permitían abrir la parte superior. Se continuaba por un corto pasillo que servía de galería de  fotografías familiares ya envejecidas, enseguida estaban a la vista la cocina y las habitaciones sin puertas, al frente un comedor minúsculo que hacía también las veces de sala o recibidor y ahí mismo el único baño sin techo, por donde se filtraban unos pocos rayos de sol  y  que en épocas de lluvia las condenaba a sufrir inundaciones. Al fondo la oscuridad me impidió ver más allá, pero intuí por un olor que casi me ahogaba, que en esa guarida  hacían sus necesidades los cinco o seis gatos que se paseaban por la estrecha vivienda y enredaban sus largas colas en mis piernas.

Las Señoritas Camargo despidieron un siglo y le dieron la bienvenida a otro sin darse cuenta, o al menos eso creía yo. Para el nuevo milenio  eran ya octogenarias y yo continuaba dejándoles en la puerta las compras que les hacía, ahora con la promesa que a la muerte de las señoritas Camargo,  heredaría la lóbrega vivienda. A pesar de la apariencia gibosa, del rostro surcado, del caminar lento, del cabello ralo, las señoritas Camargo no sufrían  dolencia alguna. Además del aguardiente para el estreñimiento, ningún medicamento aparecía en la lista de compras y hasta llegué a pensar muchas veces, si las botellas de anisado que cada ocho días les traía del mercado, eran la pócima que obraba en la salud de las ancianas.

Con la llegada del 2019, las señoritas Camargo se acercaban al siglo de existencia. Su hermano menor había fallecido y se encontraban prácticamente solas. Por mis ocupaciones, yo les llevaba sus compras una sola vez por semana. Las señoritas Camargo que ahora vivían de la caridad de los sobrinos  parecían haberse estancado en el tiempo. Ni una arruga más, ningún ataque de tos o quejido que delatara alguna enfermedad; lo único nuevo era que el número de botellas de aguardiente que me encargaban se había incrementado como si el estreñimiento que padecían se hubiera hecho más crónico. Además, para extrañeza de todos, habían abandonado discretamente el confinamiento. El portón de madera que en alguna época debió permanecer de par en par y que después durante cuatro décadas estuvo clausurado completamente, ahora por espacio de algunos minutos volvía a abrirse de tarde en tarde. Las señoritas Camargo habían adquirido la costumbre de asomar la cabeza, al paso de las carrozas fúnebres que tenían esa ruta obligada, hacia las tres en punto. Según me dijeron,  enviaban con los muertos, mensajes de perdón a su hermano, por haberlas sacado a empujones de la casa paterna.

A finales de diciembre no terminaba de entender por qué las señoritas Camargo empezaron a solicitarme mayores provisiones y algunas herramientas inusuales que me limitaba a llevárselas sin preguntar. Creía que con los años estaban perdiendo la cordura y que tenían algún tipo de demencia que las llevaba a malgastar sus pocos ahorros. Al fin y al cabo, a sus cien años algún estrago les estaría cobrando la vida de anacoretas.  Ya para el 2020, a mediados del mes de marzo, las señoritas Camargo, volvieron a invitarme a un chocolate con panes y cuajadas. El olor de los excrementos de los gatos, me impidió acabar con la bebida caliente; me prometí si alguna vez tenía casa, jamás tendría mascotas, menos si eran felinos y me dispuse a abandonar aquella morada apresuradamente. Las señoritas Camargo me detuvieron y me hicieron prometer que tan pronto pasara la cuarentena impuesta volvería a asistirlas. Cuarentena era una palabra que sólo lograba asociar con las mujeres cuando daban a luz; Coronavirus dijeron las señoritas Camargo y yo no sabía de qué me hablaban esas hirsutas ancianas. Pandemia me aclararon, y  la única pandemia de que tenía noticia era la de la corrupción que asechaba detrás de cada funcionario, de cada político, de cada contratista. COVID-19 casi me gritaron y ahora sí salí corriendo y juré que nunca más volvería donde las señoritas Camargo.

En medio  de aislamiento, escuchando las alarmantes noticias sobre las montañas de muertos apilados que dejaba la pandemia en el mundo, sin que pudieran ser cremados a pesar de que los hornos no tenían  tregua, imagino a las señoritas Camargo, meses atrás, sentadas frente al viejo televisor curándose de su estreñimiento mientras oían a los periodistas hablar del síndrome respiratorio agudo que se reportaba desde el Oriente; siguiendo cada día, seguramente, entre anís y anís, el itinerario de aquel virus viajando por el aire a través de los continentes, mientras yo ajeno hacía mandados diez y ocho horas al día para poder sobrevivir en la capital.

Tan pronto se inició el simulacro de aislamiento ordenado por la alcaldesa, las señoritas Camargo se pusieron manos a la obra. Para cuando terminó el simulacro y el primer mandatario debió declarar el inicio de la cuarentena, ante la presión de algunos alcaldes, las señoritas Camargo  habían terminado de esculpir una ventana, en la profundidad de la vivienda, con la esperanza de contrabandear las botellas de anisado y que el trago no les faltara mientras la 
 orden de mantener la puerta cerrada se mantuviera.

Ahora recuerdo a las señoritas Camargo, su casa sombría,  los gatos maullando de hambre,  las penurias, que con dignidad soportan,  el portón clausurado; olvidadas y confinadas las pobres señoritas Camargo, sin ningún contacto con el mundo. Lo que no sabía era que en esos interminables meses, rogando una cura a la pandemia, las señoritas Camargo pasaban sus tardes  atrincheradas por turnos en el boquete recién hecho, renegando de los políticos que se habían decidido por los negocios 
mientras el virus se extendía por el planeta y esperando puntuales el paso de los contrabandistas.

Ya no siento compasión por las señoritas Camargo, en el fondo las envidio; si, envidio ese rayito de luz de su sanitario al aire libre,  y envidio sus tardes anisadas. Mi habitación está sellada por orden de la dueña, no veo la luz del sol, el aire caliente me sofoca y quiero derribar la puerta.


martes, 12 de mayo de 2020

ESPERA


En las largas horas de esta soledad impuesta
Todos hacen largas listas
Para después del exilio
Hacen promesas con la madre tierra
Con la mar enferma
Con las especies en vías de extinción
Todos sueñan despiertos con parajes desconocidos
Con viajes sin regreso
Todos planean sus vidas, sus diplomas, sus negocios,
Todos hincan la rodilla y se declaran absueltos
Para seguir pecando
Todos confiesan sus inmundicias y elevan plegarias
Todos se lavan las manos,  pero no el pecho
Todos gimen sin placer y prueban el hastío
Todos derrocan reyezuelos y se comen sus sapos
Todos abrigan el futuro y dejan huérfano el presente
Todos encienden la tele y olvidan la poesía
Todos asumen sus pérdidas
Y se preparan para la siguiente
Todos sufren el encierro y se acobardan
Todos se esconden de sí mismos, de los demás y
Y de la larga noche
Todos esperan ansiosos que las cifras
No toquen a la puerta
Todos y yo vamos perdiendo esta guerra
Yo más que todos
Mi lista tiene tu nombre y un abrazo a la espera.