martes, 6 de mayo de 2014

EXTRAVÍOS DEL ALMA (Cuento)


Al final de la tarde, después de una meticulosa pesquisa que se prolongó por varias horas, Libia, la fiel y lánguida criada, tuvo que admitir que, a su patrona, se la había tragado la tierra. Libia había rescatado las llaves perdidas del viejo anaquel y buscó a su dueña, con el fin de calmarle la angustia que desataba en su espíritu, aquellos extravíos tan comunes en las últimas semanas. Primero hurgó en la despensa y en el costurero, luego en cada una de las habitaciones y entre los santos de lo que fue un oratorio. La llamó a gritos sin obtener respuesta alguna. Canturreó su nombre husmeando cada rincón, esperó que la anciana aullara, cucli  cucli un, dos, tres por mí, pero tampoco respondió a su juego; le susurró entonces, Menciaaa, como solía decirle en las horas mustias de inconfesables confidencias, y una vez más el silencio del frio caserón la abrumó. Agotada pronunció improperios, promesas y juramentos; en vano sollozó recitando todo el santoral  de los viernes santos y en el límite del desespero escarbó hasta sangrar, entre las ahuyamas y cebollas del huerto, pero la minuciosa requisa no tuvo suerte. Clemencia Chaparro Villalba no dio señales de vida.

Ya de noche en su cuarto, compungida, sin dejar de llorar, Libia espera que Clemencia haga su aparición, le ofrezca disculpas por la demora, por las angustias y los sufrimientos causados, por tantas horas sin comunicarse, por no confiarle los motivos que la llevaron a alejarse de ella, de su casa y su familia; por no tener noticias suyas, por no llevarla a su lado como siempre, por dejarla huérfana de cariño, por la desolación en que la sumía, por abandonarla robándole la tranquilidad. Una y otra vez se preguntaba qué sería de Clemencia sin ella, o mejor, qué sería de ella sin Clemencia?

Clemencia, contrariada por los últimos roces con Libia, decidió tomar aire en el portal, encontró una pareja de gatos del vecindario escarbando entre sus flores, los espantó primero cándidamente y luego con la decisión de salvar las begonias optó por alejarlos del jardín. Fue tras los pequeños felinos, correteándolos una calle, después otra más, hasta que su sentido de orientación la llevó por callejones solitarios a veces y avenidas concurridas otras. Para cuando se dio a la tarea de regresar, los caminos antes frecuentados se le hicieron desconocidos, atestados de una muchedumbre anónima para ella. La cabeza le daba vueltas, sintió nauseas, retortijones y a punto de rodar por el asfalto alcanzó un par de escalinatas de una torre de edificios donde permaneció no supo cuánto tiempo.

Repuesta de sus dolores, Clemencia pensó en comprar minutos con las monedas que algunos moradores del inmueble le obsequiaron y que ella tragándose el orgullo recibió de mala gana, pero los números se le antojaban  en  infinitas fórmulas  algebraicas de trinomios y polinomios que su sentido común no alcanzaba a procesar. Si pudiera telefonear, si vinieran a recogerme para tomar mi leche tibia con canela, como cada noche antes de dormir la buena de Libia me prepara. Libia?, Quién era acaso Libia?

Desde muy niña, Clemencia estableció las fechas y pormenores de innumerables sucesos familiares, políticos y sociales con tal seguridad que despertaba admiración y elogios entre propios y extraños y más  aún, avivaba siempre el amor del  padre y la algarabía de los peones de La Castellana donde creció. Libia que sabía de sus habilidades memorísticas, no entendía como,  Clemencia Chaparro Villalba, en los últimos meses, tenía su cabeza como un rompecabezas y maldijo una vez más la perdida de las llaves y el altercado con su patrona.

A pesar de toda la consideración, el respeto y una amistad construida en la soledad de una viudez compartida, a Libia le parecía agobiante deshacerle a Clemencia, los nudos que a diario le iban enmarañando la memoria. Primero fueron los sucesos más recientes, luego las innumerables veces en que no recordaba dónde dejaba los documentos, los libros y los anteojos, o cuándo había recibido por última vez la comunión que le enviaba el padre Ochoa con el sacristán.

Desorientada, con calambres en sus piernas, a punto de una hipotermia, Clemencia vaga como una forastera más, hasta cerca de la media noche, por una ciudad que no asume como suya, que siente ajena. Una ciudad sin el candor  de su pueblo, devastada por el comercio callejero, por la vida nocturna. Era esa su ciudad natal?. Al instante recordó unos gatos jugando en un jardín. Eran suyos los traviesos felinos?

Clemencia intenta retirar las telarañas que le nublan su memoria. Sin la luna descolgada sobre el cerro donde se levanta su casa, deambula en busca de un jardín plantado con begonias de importación, que no logra ubicar. Los esfuerzos resultan fallidos y en el agotador intento se refunden también sus recuerdos; se le extravían en el laberinto de sus ochenta y dos años.

La singular simetría de los viejos caserones la aturden, no está segura de quién asomará si toca a la puerta, razón por la cual en un principio desiste en su intención de golpear la aldaba del león de bronce, que se repite en serie por la calle de farolitos recién encendidos. Casi desfallecida, Clemencia se decide y tira del picaporte, entonces cree encontrarse a las puertas del internado, del colegio de monjas donde cursó la primaria junto a su hermano Luciano, hasta que su padre, sin apenas cumplir los trece años, y sin su consentimiento, la concedió en matrimonio, al ilustre vendedor de licores añejos y ensueños literarios: Antonio Peñalver y Trejos. Mientras la puerta de madera maciza le daba paso al conserje del que adivinaba como su claustro, Clemencia pensó en su padre, en lo orgulloso que se sentiría cuando le presentara las calificaciones, y la nota de estilo de la hermana rectora por su buen comportamiento.

Los dos hermanos eran alumnos del Liceo. Clemencia aprobaba con mérito sus estudios dedicando largas jornadas a realizar las tareas escolares que Luciano, le deshacía antes de ser evaluadas. Clemencia almidonaba el uniforme y lustraba los zapatos para que lucieran impecables cuando la maestra los inspeccionara al inicio de la jornada y el hermano le pisoteaba los mocasines y le arrugaba la falda. Clemencia con sus cabellos ordenados y Luciano los revolcaba; Luciano se hacía a  doble porción de merienda mientras Clemencia debía esperar hambrienta hasta la hora del almuerzo. A pesar de lo que podría considerarse fechorías del hermano, Clemencia lo amaba.

El progenitor de Clemencia, don Silvio, atribuyó siempre la memoria  prodigiosa de la hija a los calostros de las reses recién paridas y a los huevos crudos en jugo de naranja que la niña tragaba cada mañana. La costumbre de hartarse de calostros la adquirió  desde muy pequeña, apenas empezando a dar los  primeros pasos, cuando decidió que no quería ser alimentada más por los senos de su madre, exhaustos después amamantar cerca de una docena de hijos, sino por las colosales tetas de la vaca Nacha. Cuando los peones de la hacienda salían cada amanecer a ordeñar el ganado y la pequeña ya podía escaparse de los brazos de la madre los seguía a los potreros. Allí se acomodaba entre los pezones del animal y los exprimía hasta ahogarse con el lechoso líquido, mientras jugaba con aquellas singulares  protuberancias que le ofrecían no una ni dos, sino muchas tetillas para hartarse a plenitud.

El hábito de comerse lo huevos crudos en jugo de naranja ombligona lo adquirió con el único propósito que su progenitor se ufanara de la hija. Llegar a consumir aquella combinación viscosa le tomó semanas a la pequeña. En las primeras tomas solo atinaba a saborear el jugo de naranja que terminaba por devolvérsele cuando su lengua experimentaba esa sensación pegajosa del huevo crudo al deshacerse entre los dientes de leche. En la sexta semana ya pudo pasar entero sin volver a sentir el revoltijo en las tripas, en medio del aplauso contagioso de peones y familiares.

Luciano, el menor de los varones de la casa Chaparro Villalba, intenta opacar las habilidades de su hermana. Alcanza las copas de los árboles más altos, enlaza becerros, arrea ganado, dispara perdigones y caza más pájaros que todos los peones juntos. El padre elogia la faena ignorando que el muchacho robaba las aves muertas de algunos  trabajadores de La Castellana que participan de la caza y que Luciano sumaba a su favor.

El método de aguar las cantinas de leche  para la venta en el pueblo, tampoco era del conocimiento del padre, que asume la abundancia de los animales a los mismos rezos a los que recurre cuando las plagas de parásitos infectan el ganado, y a la supuesta técnica desarrollada por el hijo para frotar las ubres.

Clemencia  fácilmente se acuerda de  los pormenores de  los nacimientos de cada uno de sus  hermanos, el día en que contrajeron matrimonio, los nombres de las haciendas donde vivió, la época en que empezó a estudiar, los apodos de sus ya nonagenarias maestras y los de las compañeras de escuela, los nombres de los párrocos que atesoraban diezmos de los vecinos de La Castellana con la excusa de que se desgajaran aguaceros, las fechas de su primera comunión, de su casamiento y los alumbramientos de la casi la docena de hijos que parió, y hasta los apellidos de la veintena de ahijados que bautizó. 

Recuerda además que siendo muy niña aún, por una navidad sus padres se encuentran en una solemnidad religiosa en el pueblo y ella junto a sus hermanos celebran a su manera inocente la noche de velitas; menos Luciano que insiste en patear capotes de maíz encendido. Cuando los padres arriban a La Castellana, casi al amanecer, llueve torrencialmente. A la mañana siguiente apenas sin dormir, su padre,Silvio Chaparro de pie en el corredor es atravesado por un rayo de luz. El sol se proyecta por un orificio dejado por el fuego.

Clemencia ronda los seis años, Manuel el mayor de los hermanos, pronto cumplirá los diez y siete. La enciende una ira sorda cuando el padre se abalanza sobre Manuel a quien Luciano ha señalado de patear los capotes. Ella tira del brazo del progenitor y la fusta cae sin hacerle daño. No fue Manuel quien comandó el ataque, todos lo saben y callan. Un llanto suave de rabia e impotencias envuelve a la niña; un lamento brota al ver al padre levantar el látigo para golpear al hijo indefenso. A lo largo de su vida, Clemencia intenta borrar el hecho, aprieta los ojos, no quiere recordar esa, ni otras escenas que la lastiman. En ciertas ocasiones se obliga y lo consigue, pero los recuerdos la persiguen sin tregua.

Ahora casi sin parpadear Clemencia escudriña al hombre que habla con su padre. Es la misma persona que  ha visto en varias ocasiones en el pueblo, cerca del liceo y en casa de su hermana Carmen. Antonio Peñalver y Trejos, de treinta y dos años, dedicado a la venta de licores por los pueblos de la provincia y ha puesto sus ojos en ella. Casi veinte años menor que su pretendiente y sin siquiera haber alcanzado la pubertad, Clemencia es dada en matrimonio por el padre, sin su aprobación. A favor del vendedor juega la edad, el trabajo y la labia. A pesar del abatimiento que le causa, el padre tiene la certeza que casarla con un foráneo la desterrará del campo, donde el trabajo de cocinera para peones es el futuro más promisorio. Los celos de Luciano, por el apego del padre hacia la niña, se reflejan una vez más, cultiva una fe ciega que la hermana se case cuanto antes con aquel hombre mayor con el que la pequeña no ha cruzado palabra, con la esperanza malsana de alejarla de la casa paterna.  Atrás quedan las ilusiones de Clemencia de continuar sus estudios secundarios, de ser un día enfermera.

De vez en cuando le vienen a la mente las veces de niña se tumbaba en el regazo de la madre para que la liberara de una plaga de piojos, pero también se suceden las imágenes del cadáver de la madre apenas sepultado y a Luciano aprovechando el abatimiento del padre, para tomar posesión de La Castellana. En su corazón se alberga la simiente de un resentimiento contra el hermano; sentimiento que se hará más fuerte en su adultez.

El padre de Clemencia, viudo, solitario y apenas con cierto mando sobre sus tierras, empezó a morir el día que de vuelta de la feria, después de vender algunas reses, en un recodo del camino, ya casi arribando a La Castellana, es sorprendido por cuatreros que le roban el dinero de la venta de ganado. Entre los bandidos identifica al hijo menor, a quien no le basta con el robo, también ordena una golpiza que deja al anciano al borde de la muerte. Ante las acusaciones del padre, Clemencia de luto reciente por la desaparición del esposo, aturdida por el miedo, no desmiente a Luciano cuando éste alega para la hora del horror, encontrarse de visita  en  casa de la hermana. La simiente del rencor echa raíces en cada fibra de su ser hasta querer asfixiarla. Un olor nauseabundo asociado al recuerdo de su hermano, la perseguirá día tras noche y se disipará sin estruendo ya en la vejez.


A pesar de las estrecheces económicas que sobrevinieron con el fallecimiento de su esposo, le dolió más la indiferencia del hermano apropiado con malas artes de una herencia que también le correspondía. El rencor le viene de pronto como una ráfaga contra su hermano y de honda tristeza por el padre.


Cuando Clemencia cansada de vagar sin ton ni son, por fin se decide a golpear el aldabón del león de bronce de la calle de los farolitos y el conserje entreabre el portón dando paso a la madre superiora, la anciana la confunde con Libia pero segundos después su aire familiar se disipa. Aun así, Clemencia acepta la invitación a pasar. Accede a tomar agua de panela caliente y a recostarse junto a otras camas. Los lamentos y los catres dispuestos en hileras interminables la sacan de su confusión y la vuelven a la realidad; no era su amado liceo como creyó en un principio, al parecer estaba en un hospital de guerra.

El Purísima Concepción se transformó en albergue geriátrico cuando desapareció como hospital público por cuenta de las reestructuraciones que llamaban a privatizar los servicios de salud y que a la postre inauguraron los paseos de la muerte. La Sociedad del Perpetuo Socorro, tomó en comodato las instalaciones del antiguo hospital y  refundó el Purísima Concepción, para que la clase media pudiera salir de vacaciones sin llevar a los abuelos, que quedaban por un fin de semana al cuidado de  longevas  religiosas de la congregación de las Hermanas Vicentinas.

Años después cuando la recesión se instaló en toda la sociedad y la clase media tuvo que desistir no solo de los paseos de los puentes festivos, el Purísima Concepción se convirtió en hogar de paso para ancianos sin techo que vivían de las obras de misericordia de penitentes arrepentidos. Hasta el Purísima Concepción, convertido por la atolondrada anciana, primero en liceo y después en hospital de guerra, llegó Clemencia casi a la madrugada de aquel cinco de noviembre, horas  después de espantar unos gatos de su jardín.  

Ancianos de diferente condición hacían parte del contingente de enfermos habitantes del albergue. Seres despojados de sueños, infelices, enfermos del cuerpo y del alma, locos y solitarios que alguna vez formaron parte de una familia, seres relegados, desmemoriados sin pasado ni presente. Además hombres soberbios y ambiciosos abandonados sin gloria después de perderlo todo.

En el hospital de guerra, Clemencia desterró sus dolencias, y se entregó por entero a aliviar los padecimientos de unos seres a los que sin apenas conocerlos les expresaba frases de simpatía; los llamaba con diminutivos de un recién aflorado cariño, en medio de una familiaridad que parecía de toda la vida. Clemencia reconocida combatiente de otras batallas, olvidada de Libia y de sí misma, penetró  en insondables vericuetos tejidos en años de resignación, de renuncias y tormentos. Sufrió hasta la demencia por las penas ajenas. Lloró por los hijos ausentes, por tanto desvelo sin esperanza, sollozó por la miseria humana y los tufos de la vejez, se apiadó de las viudas desoladas como ella, lloriqueó por gobiernos indolentes y corrompidos. Gimoteó por ideales truncados y por resentimientos dañinos, suspiró por sueños mutilados y abandonos inmerecidos. Maldijo la codicia, los rencores de sangre de los que sin saberlo el piadoso olvido la redimirían.

Clemencia apenas si probaba alimento, el día se le iba volando. Se organizó de forma tal que pudo atender a todos los heridos. Andaba con el botiquín repartiendo pepitas para la presión, jarabes para los sueños felices y ungüentos de olores para engañar los rastros de la incontinencia. A todos les abría la boca y con la misma paleta les empujaba la lengua y repetía con ellos aaaaaa, aaaaaa. Estableció los baños comunitarios. Instaló una regadera que disparaba agua a los soldados en formación. Les repartía espuma de detergente en baldes, y la risa se esparcía contagiosa entre masajes improvisados. Instauró  los desayunos de trabajo, terapias de yoga con música clásica y centros literarios en tardes memorables.

En el Purísima Concepción, Clemencia organiza los horarios de tal forma que la jornada les alcanza para remendar trajes, recomponer sombreros, zurcir calcetines, y hasta para escribirle cartas a la comandante del regimiento exigiéndole que no esconda los víveres de la despensa para sus heridos de guerra, bajo la amenaza expresa de no participar de la eucaristía vespertina. Una buena razón para no asistir a ceremonias religiosas, fiel a la promesa hecha el día que entró de blanco a la iglesia del brazo de su padre y que inspirada por Libia estuvo a punto de quebrantar años más tardes, cuando ya los clérigos aviesos empezaban a ser señalados por celebrar eucaristías privadas para niños y ella pagaba misas a las que nunca asistía, para redimirse de un rencor filial. Sin querer los recuerdos se le cuelan por entre los resquicios de la memoria.

En el oratorio, los huéspedes del Purísima Concepción aprovechan las bancas para dormitar y huir del calor que los persigue por los rincones hasta achicharrarles  el alma. En los primeros días Clemencia les dirige canticos que nadie sigue hasta que tiene la idea de asistirlos en confesión, y los viejos secretos celosamente guardados, las vergonzantes verdades de unos y otros salen a la luz, pero inmediatamente se le refunden y no logra acertar a quién corresponden. No precisa si el señor López, es el  mecánico o el escritor, le asigna a La Golondrina Vargas la rima de poemas subversivos y al enfermero Barrera una incontinencia crónica por una vida sexual desaforada; a las tres Marías las trata con especial consideración porque las reconoce como sus compañeras del liceo; a los dos Pedros apenas si los escucha y por el contrario quiere pasar el poco  tiempo del que dispone con Luciano, un anciano sin memoria, que pasa sus días escarbando en los botes de basura capotes de maíz que insiste en incendiar, desde que sus hijos lo confinaron en el geriátrico.

Clemencia no recuerda con exactitud a cuál de los enfermos debe suministrarle jarabe o pastillas, ni los horarios de las medicinas, ni mucho menos el número de dosis diarias, de manera que les hace tomar las gotas para los sueños felices con las primeras luces del día y todos terminan dando las buenas noches apenas despunta el alba, los baños comunitarios no se suceden a pleno sol sino bajo la luz de luna, los desayunos se sirven en la noche y en la madrugada les ofrece la cena.  Al cabo de algunos días el caos por los extravíos de Clemencia cesa como empezó y la normalidad retorna cuando el viejo poeta del Purísima Concepción, encuentra entre sus poemas impublicables, un libro de recetas y consejos  contra el olvido, que les hace  repetir en coro a los ancianos una y otra vez como un conjuro, hasta quedar afónicos.  

Por un instante Clemencia parece distinguir al hermano de sus rencores refundido entre muletas, bastones, camastros, lamentos y un olor a almizcle que la transporta a La Castellana, pero al instante no tiene certeza de quién es aquel hombre; las imágenes la engañan. El rencor le vuelve en forma de arcadas. Ha olvidado a Libia, pero le viene a la mente Luciano. Su hermano lleva al notario ante el padre moribundo. Notario y hermano obligan al padre a firmar montañas de papeles. El anciano no se resiste, no tiene fuerzas para hacerlo, y el fruto del trabajo de toda su vida ha pasado a manos del menor de sus hijos. Poco o nada le importa a Clemencia ser despojada de la herencia, la conmueve la tragedia del padre. El padre fallece y el resentimiento se transforma en un rencor que se  aloja en las entrañas de Clemencia como un fuego que la quema al punto de aborrecer su propia sangre. Desde aquella mañana han transcurrido más de treinta años y ahora duda si el rostro del hombre que en el albergue dormita cerca de ella es el de su hermano.


La entrega de Clemencia en el hospital de guerra no conoce límites; se convierte además de enfermera, en administradora, maestra y consejera. Se impuso jornadas extenuantes y su salud se resiente al punto de verse obligada a permanecer en cama por varios días, en el que será hasta sus últimos días, su hogar. Allí los ancianos ofrecen rosarios por la pronta recuperación y le demuestran su cariño incondicional. Luciano, que con tretas y artimañas ha despojado a sus hermanos la herencia del padre para despilfarrarla, ahora solo y con la mente en blanco, también le demuestra el afecto a Clemencia, sin saber que es la hermana que le despertaba toda clase de rivalidades.  Clemencia ya no es presa de rencores, ha olvidado quién es Luciano, por eso apenas se recupera, cada amanecer, sigilosa le lava sus miserias, le limpia las llagas, le cose su ropa de hilachas y en las largas noches de vigilia lo apacigua cuando visiones de capotes de maíz encendidos lo persiguen.

RETAZOS


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