Cuando conocí a Gerónimo Avilés ambos teníamos la misma
edad y compartíamos casi los mismos gustos. Crecimos juntos cerca de donde se
levantaba el seminario mayor de la parroquia de la Sagrada Familia, en
jurisdicción de Aguamala. Sus padres y los míos eran cercanos, de los que se
intercambiaban pizcas de sal o azúcar si escaseaba en sus alacenas, de
igual modo como se prestaban alicates o kerosén. Lo cierto era que más allá,
cada uno sabía las necesidades que agobiaban al otro. Nos hicimos amigos jugando
gambetas con toda la barriada. De vez en cuando convertíamos la calle en campo
de fútbol, hasta que la señorita Leonor, una solterona amargada, nos colocó una
caución por romperle los cristales de su ventana, en el preciso instante en que
se encontraba recibiendo la visita acostumbrada de un enamorado proveedor de su
tienda de escapularios y novenarios. Después Avilés se inclinó por el ajedrez, motivo
éste que nos llevó a distanciarnos por cortas temporadas, sin que nuestra
amistad sufriera quebrantos.
Las familias vecinas solían reunirse a la hora de la
merienda, se olvidaban de los niños, de las tareas y de las reglas de urbanidad,
mientras nosotros destinábamos aquellos atardeceres ociosos a jugar a ser
adultos. Pasada la resolana ellos volvían a sus quehaceres y nosotros a la
severa disciplina que nos hizo hombres de bien. Recuerdo que, en una tarde de
esas, en tercero elemental, conocimos al maestro de ajedrez de Gerónimo.
Se llamaba Abelardo a secas. Aunque no ostentaba estudios
superiores se ganó el título de maestro porque enseñaba ajedrez a un número
significativo de alumnos, de tarde en tarde, cuando los instruía en técnicas
para liderar guerras fratricidas entre blancas y negras. Los movimientos de
alfiles y caballos se sucedían sin tregua, los motivaba a privilegiar la
defensa siciliana y la consigna que los identificaba era la de darle jaque mate
al rey. De todos los ajedrecistas, el
más aventajado era Gerónimo Avilés. En esa época me asaltaba la duda de que
fuera tan bueno como para vencer al maestro Abelardo; creía que era cuestión de
método, y que el maestro le permitía ganar aquellas partidas para subirle la
autoestima. Ahora estoy seguro que llegó a ser mejor que su mentor. Si Avilés
tenía que mover sus peones, se encerraba en un mutismo total, paseaba los ojos
por el tablero tratando de concentrarse, mientras el maestro lo aturdía con
disertaciones de historia y economía. Avilés ensimismado se deshacía de torres
y alfiles, diezmando el ejército enemigo y cobraba los desatinos del maestro con
enroques y reinas amenazadas.
Los dos fortalecieron una amistad de años. El maestro lo
visitaba en su casa cuando Avilés sufría esos episodios de jaqueca que le
nublaban la vista y le producía abundantes náuseas. Durante los eventos
migrañosos, mi amigo demoraba menos del tiempo previsto para realizar sus
movimientos de profesional. En una ocasión, mientras Avilés atravesaba por una
de sus crisis, nos dijo que era cuando mejor le funcionaban sus estrategias
porque percibía las fichas en otro plano, como en otra dimensión, como si otro
yo le estuviera dirigiendo desde fuera de su cabeza cada jugada, cada ataque.
Fue cuando empecé a creerlo un poco fuera de sus cabales y esta idea se me hizo
más fuerte casi al culminar la primaria. En vísperas de su primera comunión, aún
paralizado, Avilés me reveló el terror que soportó pegado a la pared de su
habitación, sintiendo la presencia de alfiles y demonios que lo arrastraban por
pasadizos que se convertían en tableros de ajedrez mientras su confesor se
burlaba.
Vinieron después las épocas de la secundaria marcada por
sus ausencias continuas al colegio. Su madre me pedía el favor de pasar a
dejarle los cuadernos y Avilés aprovechaba esos escasos momentos, lejos
de la custodia materna, para hablarme, un tanto a hurtadillas, de
sus fiebres y sus desvaríos, de cómo lápices y borradores lo perseguían
haciéndose cada vez más grandes hasta casi aplastarlo y cómo su progenitora le
leía citas del Antiguo Testamento para distraerle sus fantasmas; pero al
parecer las parábolas solo se le enredaban más en su cabeza y el sueño le
era muy esquivo en aquellas noches de extravíos. Me manifestó además, que
fantaseaba despierto, o intentaba partidas de ajedrez con los protagonistas
de sus visiones y se lamentaba porque siempre era él, quien resultaba perdedor.
Yo me despedía un poco atolondrado y me juraba que no volvería a llevarle los
deberes a Avilés, sin embargo, a la próxima fiebre estaba tocándole a la
puerta. Su madre, doña Débora, me agradecía con tortillas de maíz y leche tibia
y al momento de retirarme me detenía en el umbral para leerme pasajes de israelitas
persiguiendo la tierra prometida y yo que seguía atento las elucubraciones del
maestro Abelardo, sentía pena por la señora porque no se daba por enterada del
destino invasor de aquel pueblo bíblico.
Por Avilés sentía aprecio, respeto y lástima. Aprecio
porque fuimos compañeros de juegos y travesuras; respeto porque demostraba su
inteligencia no solo ganándole las partidas al maestro Abelardo sino porque en
el colegio era más aventajado que nosotros a pesar de sus continúas
inasistencias, además ocupaba los primeros puestos y tenía el don de caerle
bien a todos con sus ocurrencias. Y lástima porque su madre controlaba hasta
sus más insignificantes decisiones. Ella ejercía sobre Avilés algo más
que un simple influjo y sus palabras adquirían en él fuerza de ley. Mi
compañero que desde los primeros años de bachillerato daba muestras de
rebelarse contra las arbitrariedades de nuestros superiores y las injusticias
sociales, fue al mismo tiempo, el niño sumiso, que no contrariaba a su madre.
La progenitora que participaba de los cultos místicos,
eludía la responsabilidad de enviar al hijo a la escuela y lo forzaba
con profecías apocalípticas a ir de su mano en cuanta procesión y
peregrinación organizaba la iglesia. Por cuenta de su madre, Avilés fue
ángel, arcángel, niño dios, carpintero, apóstol, pastor y oveja. De
la misma forma, permitió que el cura párroco le practicara lavatorios con vino
de consagrar, en una gran fuente bautismal, donde igual participaban
jóvenes que no sufrían como él, apariciones. Doña Débora de alguna manera
lo manipulaba y lo indujo a reforzar la creencia, que el origen de sus
fijaciones eran los incumplimientos a los mandamientos del padre Roa.
El sacerdote no era de mis afectos. Nos hizo monaguillos
con el beneplácito de nuestros padres y se esmeraba más de lo debido en
acomodarnos personalmente los hábitos para sus celebraciones. Un día de esos en
que las fiebres le volvían a Avilés, mientras su progenitora le colocaba
compresas de hierbas, le contó a la mía, que mi amigo deliraba con hábitos y
sotanas que lo perseguían por la sacristía. Después de este episodio febril, Avilés
no quiso pasarse más por la sacristía y asistía a la eucaristía sentado en la
última banca de la capilla.
Dos años antes de graduarnos, el colegio organizó un
campeonato de ajedrez y como era de esperarse, Avilés se alzó con el trofeo.
Sin sospechar la tripofobia que acompañaba al vencedor, para la celebración
habíamos picado pequeños círculos de papel blanco y negro y los agitamos al
aire exclamando urras. Los círculos cubrieron a Avilés y de pronto
sus gritos nos espantaron; súbitamente tuvo un ataque de pánico y picores
por todo el cuerpo intentando quitarse de la ropa los pequeños montículos
adheridos ya que los consideraba peligrosos. La repulsión le venía porque los
asociaba a algún riesgo latente que no podía definir, pero que estaba en
su subconsciente. En adelante no faltaron los compañeros que repitieron la
experiencia mostrándole dibujos de aglomeraciones de agujeros y hasta panales
de abejas para provocarle estados de pavor. Nunca supe si pudo controlar del
todo esa fobia que por lo que pude averiguar, puede ser un trastorno asociado a
una aversión hacia los patrones geométricos repetidos. Quizás tantas horas
absortas en el tablero de ajedrez lo predispuso a experimentar esta
sensación y lo llevó a renunciar prematuramente a sus épicas batallas entre
negras y blancas. Al año siguiente mi amigo no participó del certamen y por fin
me hice campeón, ejecutando algunas maniobras de la colección Avilés, que
no sin dificultad, aprendí de memoria.
Ya en el último año de la secundaria, Avilés empezó a
frecuentar La Polita, el café de la
plaza donde solían entablar contiendas ajedrecísticas, algunos viejos
patriarcas del pueblo mientras comentaban los problemas de la población, al
estímulo de un buen tinto. Avilés que los escuchaba atentos pensaba qué hacer,
y cómo hacerles frente. Los continuos
racionamientos en la prestación del servicio de agua, los altos costos en las
facturas a pesar que el líquido no llegaba con regularidad y la venta de la
empresa a particulares por parte del alcalde, mantenían por esos meses la tensión
del maestro Abelardo, de Avilés y de otros muchos estudiantes, incluido yo. La
solución planteada y convenida fue impedir su expropiación. El día acordado los
comités organizados en los diferentes barrios, al paso de los autos,
repartirían folletos denunciando los malos manejos de la administración,
mientras los mayores marcharían hasta las instalaciones de la compañía para
protestar por su comercialización a menos precio.
Llegado el día, Avilés encabezó las tareas en el sector
donde vivíamos. Cuadras adelante de nuestras casas, apenas iniciábamos la
distribución del material impreso, un escuadrón castrense surgió de la nada y
todos corrimos a salvaguardarnos. En el tropel, Gerónimo no alcanzó
a ingresar a su vivienda y cuando el pelotón que nos perseguía lo acorralaba,
Avilés se aventuró por la primera portezuela que halló abierta. Gerónimo sin
proponérselo fue a parar a la sala de la Señorita Leonor, la vecina solterona, a
la que nunca resarcimos por los vidrios rotos.
Los uniformados parapetados en el portón de la vivienda,
no se decidían a entrar a la fuerza, aunque le increpaban insistentemente a la solterona
para que entregara a Gerónimo. Avilés se guareció tras la mujer, confió,
dada la cercanía con sus padres, en su protección; se sintió seguro ante
aquellos hombres que reclamaban a voces un culpable. Al fin y al cabo, se
dijo, él era menor de edad y la distribución de volantes no se había ejecutado.
Leonor Pinto, la solterona de los escapularios no lo dudó. Ante la mirada
incrédula de los vecinos y de quienes lo acompañamos momentos antes, la muy
mojigata señorita Leonor exigió a la tropa que la libraran del intruso y se
cobró para siempre los vidrios rotos.
La venta de la empresa se pospuso, pero para cuando
volvimos a ver a Avilés, ya no era el mismo. Los primeros indicios que Avilés
actuaba fuera de lo habitual los percibió el maestro Abelardo.
Avilés se presentó en La Polita vistiendo una sotana, saludó impartiendo condenas
y luego ya en la calle comenzó a dirigir el escaso tráfico de la una de la
tarde imitando algunos lances de torero. El maestro Abelardo y yo lo condujimos
a su casa antes que ocasionara un accidente. Le recomendamos a la madre no
perderlo de vista, cosa nada fácil ya que la señora permanecía más tiempo en la
casa cural, que en su residencia. Avilés, mi entrañable amigo Avilés, era, sin
dudarlo, víctima de algún tipo de enajenación y rogamos porque ésta fuera
pasajera. Concluimos que los días de arresto por la distribución fallida de
volantes, había terminado por arruinarle el poco juicio.
La cabeza de Avilés funcionaba como una gran central
de canales que sintonizaba a su voluntad o antojo, iba de un canal a otro
con medianos intervalos, hasta que no supo cuándo ni cómo las frecuencias empezaron
a dejar de funcionar y todas terminaron en una sincronía
ensordecedora. Lo perseguían rostros ocultos en ocasiones con una capucha, y
otras tras un hábito, rostros que bien podían ser de uno de los gendarmes o el
del padre Roa. Las imágenes se repiten sin que pueda hacer algo para borrarlas
de su mente, o por lo menos dejarlas hibernando como hizo con muchas otras
manías pasajeras que lo persiguieron desde su niñez. Esta vez Avilés no
gobierna según su querer sus pesadillas y fobias. Ahora aquellas maniobraban en
su contra, disponen a capricho y lo llevaban por laberintos sin regreso,
sin retorno, sin posibilidades, sin apegos, sin amores, perdido en la soledad,
en la penumbra, en un ostracismo que no buscó, hasta hundirse cada vez más en
un mundo sin colores, en un universo en blanco y negro como las fichas de su
ajedrez.