miércoles, 28 de enero de 2015

TE ESPERO (Poesía)





Anidas en mis silencios
En las inertes tardes
O en cualquier amanecer sombrío.

En secreto releo tus versos
Persigo el rastro de tus pasiones
Y sufro tu destierro.

He de evocarte entre sombras siempre
Cuando la caricia era pródiga
Y tu cálida palabra obraba conjuros.
Tiempo este de papel
Que no doblega
Afectos ni héroes curtidos.

Aún te espero
Allá donde se cruzan
Mi amor y tus instintos.


jueves, 8 de enero de 2015

ENROQUE (Cuento)

Cuando conocí a Gerónimo Avilés ambos teníamos la misma edad y compartíamos casi los mismos gustos. Crecimos juntos cerca de donde se levantaba el seminario mayor de la parroquia de la Sagrada Familia, en jurisdicción de Aguamala. Sus padres y los míos eran cercanos, de los que se intercambiaban pizcas de sal o azúcar si escaseaba en sus alacenas, de igual modo como se prestaban alicates o kerosén. Lo cierto era que más allá, cada uno sabía las necesidades que agobiaban al otro. Nos hicimos amigos jugando gambetas con toda la barriada. De vez en cuando convertíamos la calle en campo de fútbol, hasta que la señorita Leonor, una solterona amargada, nos colocó una caución por romperle los cristales de su ventana, en el preciso instante en que se encontraba recibiendo la visita acostumbrada de un enamorado proveedor de su tienda de escapularios y novenarios. Después Avilés se inclinó por el ajedrez, motivo éste que nos llevó a distanciarnos por cortas temporadas, sin que nuestra amistad sufriera quebrantos.

Las familias vecinas solían reunirse a la hora de la merienda, se olvidaban de los niños, de las tareas y de las reglas de urbanidad,  mientras nosotros destinábamos aquellos atardeceres ociosos a jugar a ser adultos. Pasada la resolana ellos volvían a sus quehaceres y nosotros a la severa disciplina que nos hizo hombres de bien. Recuerdo que, en una tarde de esas, en tercero elemental, conocimos al maestro de ajedrez de Gerónimo.

Se llamaba Abelardo a secas. Aunque no ostentaba estudios superiores se ganó el título de maestro porque enseñaba ajedrez a un número significativo de alumnos, de tarde en tarde, cuando los instruía en técnicas para liderar guerras fratricidas entre blancas y negras. Los movimientos de alfiles y caballos se sucedían sin tregua, los motivaba a privilegiar la defensa siciliana y la consigna que los identificaba era la de darle jaque mate al rey.  De todos los ajedrecistas, el más aventajado era Gerónimo Avilés. En esa época me asaltaba la duda de que fuera tan bueno como para vencer al maestro Abelardo; creía que era cuestión de método, y que el maestro le permitía ganar aquellas partidas para subirle la autoestima. Ahora estoy seguro que llegó a ser mejor que su mentor. Si Avilés tenía que mover sus peones, se encerraba en un mutismo total, paseaba los ojos por el tablero tratando de concentrarse, mientras el maestro lo aturdía con disertaciones de historia y economía. Avilés ensimismado se deshacía de torres y alfiles, diezmando el ejército enemigo y cobraba los desatinos del maestro con enroques y reinas amenazadas.

Los dos fortalecieron una amistad de años. El maestro lo visitaba en su casa cuando Avilés sufría esos episodios de jaqueca que le nublaban la vista y le producía abundantes náuseas. Durante los eventos migrañosos, mi amigo demoraba menos del tiempo previsto para realizar sus movimientos de profesional. En una ocasión, mientras Avilés atravesaba por una de sus crisis, nos dijo que era cuando mejor le funcionaban sus estrategias porque percibía las fichas en otro plano, como en otra dimensión, como si otro yo le estuviera dirigiendo desde fuera de su cabeza cada jugada, cada ataque. Fue cuando empecé a creerlo un poco fuera de sus cabales y esta idea se me hizo más fuerte casi al culminar la primaria. En vísperas de su primera comunión, aún paralizado, Avilés me reveló el terror que soportó pegado a la pared de su habitación, sintiendo la presencia de alfiles y demonios que lo arrastraban por pasadizos que se convertían en tableros de ajedrez mientras su confesor se burlaba.

Vinieron después las épocas de la secundaria marcada por sus ausencias continuas al colegio. Su madre me pedía el favor de pasar a dejarle los cuadernos y  Avilés aprovechaba esos escasos momentos, lejos de  la custodia materna,  para hablarme, un tanto a hurtadillas, de sus fiebres y sus desvaríos, de cómo  lápices y borradores lo perseguían haciéndose cada vez más grandes hasta casi aplastarlo y cómo su progenitora le leía citas del Antiguo Testamento para distraerle sus fantasmas; pero al parecer  las parábolas solo se le enredaban más en su cabeza y el sueño le era muy esquivo en aquellas noches de extravíos. Me manifestó además, que fantaseaba despierto, o intentaba partidas de ajedrez con los protagonistas de sus visiones y se lamentaba porque siempre era él, quien resultaba perdedor. Yo me despedía un poco atolondrado y me juraba que no volvería a llevarle los deberes a Avilés, sin embargo, a la próxima fiebre estaba tocándole a la puerta. Su madre, doña Débora, me agradecía con tortillas de maíz y leche tibia y al momento de retirarme me detenía en el umbral para leerme pasajes de israelitas persiguiendo la tierra prometida y yo que seguía atento las elucubraciones del maestro Abelardo, sentía pena por la señora porque no se daba por enterada del destino invasor de aquel pueblo bíblico.

Por Avilés sentía aprecio, respeto y lástima. Aprecio porque fuimos compañeros de juegos y travesuras; respeto porque demostraba su inteligencia no solo ganándole las partidas al maestro Abelardo sino porque en el colegio era más aventajado que nosotros a pesar de sus continúas inasistencias, además ocupaba los primeros puestos y tenía el don de caerle bien a todos con sus ocurrencias. Y lástima porque su madre controlaba hasta sus más insignificantes decisiones. Ella  ejercía sobre Avilés algo más que un simple influjo y sus palabras adquirían en él fuerza de ley. Mi compañero que desde los primeros años de bachillerato daba muestras de rebelarse contra las arbitrariedades de nuestros superiores y las injusticias sociales, fue al mismo tiempo, el niño sumiso, que no contrariaba a su madre.

La progenitora que participaba de los cultos místicos, eludía la responsabilidad de enviar al hijo a la escuela y lo forzaba con  profecías apocalípticas a ir de su mano en cuanta procesión y peregrinación organizaba la iglesia. Por cuenta de su madre, Avilés fue  ángel, arcángel, niño dios, carpintero, apóstol,  pastor y oveja. De la misma forma, permitió que el cura párroco le practicara lavatorios con vino de consagrar, en una gran fuente bautismal, donde igual participaban jóvenes que no sufrían  como él, apariciones. Doña Débora de alguna manera lo manipulaba y lo indujo a reforzar la creencia, que el origen de sus fijaciones eran los incumplimientos a los mandamientos del padre Roa. 

El sacerdote no era de mis afectos. Nos hizo monaguillos con el beneplácito de nuestros padres y se esmeraba más de lo debido en acomodarnos personalmente los hábitos para sus celebraciones. Un día de esos en que las fiebres le volvían a Avilés, mientras su progenitora le colocaba compresas de hierbas, le contó a la mía, que mi amigo deliraba con hábitos y sotanas que lo perseguían por la sacristía. Después de este episodio febril, Avilés no quiso pasarse más por la sacristía y asistía a la eucaristía sentado en la última banca de la capilla.  

Dos años antes de graduarnos, el colegio organizó un campeonato de ajedrez y como era de esperarse, Avilés se alzó con el trofeo. Sin sospechar la tripofobia que acompañaba al vencedor, para la celebración habíamos picado pequeños círculos de papel blanco y negro y los agitamos al aire exclamando urras. Los círculos cubrieron a Avilés y de pronto sus  gritos nos espantaron; súbitamente tuvo un ataque de pánico y picores por todo el cuerpo intentando quitarse de la ropa los pequeños montículos adheridos ya que los consideraba peligrosos. La repulsión le venía porque los asociaba a  algún riesgo latente que no podía definir, pero que estaba en su subconsciente. En adelante no faltaron los compañeros que repitieron la experiencia mostrándole dibujos de aglomeraciones de agujeros y hasta panales de abejas para provocarle estados de pavor. Nunca supe si pudo controlar del todo esa fobia que por lo que pude averiguar, puede ser un trastorno asociado a una aversión hacia los patrones geométricos repetidos. Quizás tantas horas absortas en el tablero de ajedrez lo predispuso a experimentar esta sensación y lo llevó a renunciar prematuramente a sus épicas batallas entre negras y blancas. Al año siguiente mi amigo no participó del certamen y por fin me hice campeón, ejecutando  algunas maniobras de la colección Avilés, que no sin dificultad, aprendí de memoria.

Ya en el último año de la secundaria, Avilés empezó a frecuentar  La Polita, el café de la plaza donde solían entablar contiendas ajedrecísticas, algunos viejos patriarcas del pueblo mientras comentaban los problemas de la población, al estímulo de un buen tinto. Avilés que los escuchaba atentos pensaba qué hacer, y  cómo hacerles frente. Los continuos racionamientos en la prestación del servicio de agua, los altos costos en las facturas a pesar que el líquido no llegaba con regularidad y la venta de la empresa a particulares por parte del alcalde, mantenían por esos meses la tensión del maestro Abelardo, de Avilés y de otros muchos estudiantes, incluido yo. La solución planteada y convenida fue impedir su expropiación. El día acordado los comités organizados en los diferentes barrios, al paso de los autos, repartirían folletos denunciando los malos manejos de la administración, mientras los mayores marcharían hasta las instalaciones de la compañía para protestar por su comercialización a menos precio.


Llegado el día, Avilés encabezó las tareas en el sector donde vivíamos. Cuadras adelante de nuestras casas, apenas iniciábamos la distribución del material impreso, un escuadrón castrense surgió de la nada y todos corrimos a salvaguardarnos. En el tropel, Gerónimo  no alcanzó  a ingresar a su vivienda y cuando el pelotón que nos perseguía lo acorralaba, Avilés se aventuró por la primera portezuela que halló abierta. Gerónimo sin proponérselo fue a parar a la sala de la Señorita Leonor, la vecina solterona, a la que nunca resarcimos por los vidrios rotos.

Los uniformados parapetados en el portón de la vivienda, no se decidían a entrar a la fuerza, aunque le increpaban insistentemente a la solterona para que entregara a Gerónimo. Avilés se guareció tras la mujer, confió, dada la cercanía con sus padres, en su protección; se sintió seguro ante aquellos hombres que reclamaban  a voces un culpable. Al fin y al cabo, se dijo, él era menor de edad y la distribución de volantes no se había ejecutado. Leonor Pinto, la solterona de los escapularios no lo dudó. Ante la mirada incrédula de los vecinos y de quienes lo acompañamos momentos antes, la muy mojigata señorita Leonor exigió a la tropa que la libraran del intruso y se cobró para siempre los vidrios rotos. 

La venta de la empresa se pospuso, pero para cuando volvimos a ver a Avilés, ya no era el mismo. Los primeros indicios que Avilés actuaba fuera de lo habitual los percibió el maestro Abelardo. Avilés se presentó en La Polita vistiendo una sotana, saludó impartiendo condenas y luego ya en la calle comenzó a dirigir el escaso tráfico de la una de la tarde imitando algunos lances de torero. El maestro Abelardo y yo lo condujimos a su casa antes que ocasionara un accidente. Le recomendamos a la madre no perderlo de vista, cosa nada fácil ya que la señora permanecía más tiempo en la casa cural, que en su residencia. Avilés, mi entrañable amigo Avilés, era, sin dudarlo, víctima de algún tipo de enajenación y rogamos porque ésta fuera pasajera. Concluimos que los días de arresto por la distribución fallida de volantes, había terminado por arruinarle el poco juicio.

La cabeza de Avilés funcionaba como una gran central de canales que sintonizaba a su voluntad o antojo, iba de un canal a otro con medianos intervalos, hasta que no supo cuándo ni cómo las frecuencias empezaron a dejar de funcionar y todas terminaron en una sincronía ensordecedora. Lo perseguían rostros ocultos en ocasiones con una capucha, y otras tras un hábito, rostros que bien podían ser de uno de los gendarmes o el del padre Roa. Las imágenes se repiten sin que pueda hacer algo para borrarlas de su mente, o por lo menos dejarlas hibernando como hizo con muchas otras manías pasajeras que lo persiguieron desde su niñez. Esta vez Avilés no gobierna según su querer sus pesadillas y fobias. Ahora aquellas maniobraban en su contra, disponen a capricho y lo llevaban por laberintos sin regreso, sin retorno, sin posibilidades, sin apegos, sin amores, perdido en la soledad, en la penumbra, en un ostracismo que no buscó, hasta hundirse cada vez más en un mundo sin colores, en un universo en blanco y negro como las fichas de su ajedrez.