jueves, 4 de diciembre de 2014

TRILOGÍA (POESÍA)




El ardor de mis palabras inundó la sierra
Y ella que escuchaba acuciosa, las percibió también
Ya no fue solitaria travesía
Y con la cordillera fuimos tres.

Nos derrochamos en besos
Nos hartamos de abrazos
Las palabras se nos atragantaron
Y el horizonte como el fuego se nos desvaneció recién.

Le prometí prodigarle caricias
Ella juró reinventarlas para mí
Ni ella me las prodigó
Ni yo se las reinventé.

De lenguajes estamos hechos
Y con palabras me resarcí
Por la cordillera se oyen ecos
Y aún sin caricias seguimos siendo tres.


domingo, 19 de octubre de 2014

GRATITUD (Poesía)




A mi  maestra Socorro, 

la que me enseñó a escribir

entre tonadas destempladas

y varitas de café.

A la maestra Virginia,

la que me enseñó a leer

historias que mi pueblo

no precisa repetir.

A la maestra Victoria,

la que me enseñó a extender

una mano siempre solidaria

sin mirar a quien.

A la maestra Luisa,

la que me enseñó a amar

la vasta geografía

que es deber salvaguardar.

A la maestra Merceditas,

la que me enseñó a volar

y a perseguir desde niña sueños de libertad.

A la maestra Carmen,

la que me enseñó a luchar

pregonando al viento

palabras nada más.


lunes, 6 de octubre de 2014

DETERMINACIÓN (Poesía)



Guardó sin prisa José 
Sus mejores galas
Y se vistió afanoso 
De pueblo que reclama,
Se resistió a recitar
Lecciones trasnochadas
Y arengó valeroso
Por una patria libre y soberana,
Corrigió el rumbo de otros días
Y animó solidario las luchas cotidianas,
Disipó sus dudas
Y su voz se escuchó
En lejanas tierras olvidadas.

Qué determinación la de José,
De su cuerpo brotan amores
Y de sus labios condenas.


lunes, 1 de septiembre de 2014

SOLEDADES (Poesía)



Más que explorar su cuerpo

Anidé en su pecho

Más que rastrear sus pasiones

Acompañé sus sueños

Más que brindarle cobijo

Me abandoné a sus pies

Más que fundirme en su piel

La crucifiqué de amor

Más que arrebatarle la calma

Llené sus noches

Más que jurarle promesas

Marché a su lado

Más que desnudar sus penas

La poblé de susurros

Más que arrebatarle el corazón

Le entregué mi vida.

domingo, 24 de agosto de 2014

COMPLICIDAD (Poesía)



No hay hambre en la mesa
Ni aves que emigren. No hay
No hay dolor en las miradas
Ni heridas en el pecho. No hay
No hay existencias miserables
Ni ladrones en el capitolio. No hay
No hay niños abandonados
Ni ríos contaminados. No hay
No hay tristeza en las palabras
Ni selvas que agonizan. No hay
No hay ballenas sacrificadas
Ni ancianos en la calle. No hay
No hay trigales marchitos
Ni basureros tecnológicos. No hay
No hay políticos corruptos
Ni abusadores con sotana. No hay
No hay sueños frustrados
Ni guerras comerciales. No hay
No hay fusiles fustigando
Ni armas químicas. No hay
No hay escuelas de guerra
Ni mujeres mancilladas. No hay
No hay llanto de madres
Ni gobiernos serviles. No hay.
No hay pueblos explotados
Ni misiles dirigidos. No hay
Qué coraje, qué ironía
No más infamias,
No más silencios cómplices.


jueves, 14 de agosto de 2014

YUXTAPOSICIÓN (Poesía)



Tú por la vida, yo por la mía
Yo sin rumbo, tú al Sur
Tú de miel, yo de arena
Yo sin treguas, tú sereno
Tú de sol, yo de luna.

Soy palabra indignada
Eres tibia caricia
Soy ráfaga y borrasca
Eres sueño de abril
Soy pueblo y tú horizonte.

Somos tierra y fuego
Somos presente y olvido
Somos dolor y promesa
Somos amor y delirio
Somos todo y nada.

El tiempo llegó que juntemos
Tus noches y mis días
Mi pluma y tu rebeldía
Tu risa y mi llanto
Tu mano y la mía.


domingo, 13 de julio de 2014

EXQUISITECES DE LA MUERTE (Cuento Corto)


Estaba decidido que Joaquín Salavarrieta  moriría al cumplir los sesenta años. Ni un día más, ni un día menos. Al final fueron los azares de la vida los que determinaron su desenlace, pero en un principio la decisión fue suya. Bastaba verlo para imaginar su destino. El mismo levantarse con las primeras luces, arrastrar su soledad a tientas hasta el sanitario, desocupar su vejiga sin satisfacción, a pesar de provocarse una dermatitis crónica, rasurarse en seco con su vieja Gillette aquella desprolija barba sin tan siquiera un toque de lavanda y menos valerse de un espejo, desterrados como estaban para él y las mujeres de la casa; cronometrar  los tres minutos del cepillado, colocarse bajo la ducha y jabonarse con detergente de ropa para lavar la camisetilla de la pijama aún puesta y terminar exactamente después de cincuenta minutos su mecánico ritual de limpieza, moldeando su escasos mechones con un poco de gomina, que no le aplacaba  sus pelambres pero en cambio le producía una seborrea que lo mantenía aún más alejado del trato con las hermanas, únicas parientes con quienes compartía su modesta vivienda.

 

Hasta de sus caprichos más peculiares se ocupaban las hermanas, no porque las conmoviera un amor filial o un sentimiento de gratitud con quien las proveía de posada y alimento, no, lo de ellas era sumisión a toda prueba desde que sus padres murieran en un accidente, justo de regreso de unas vacaciones cortas al caribe, siendo apenas adolescentes. No eran trillizas, pero lo parecían, no por el aspecto físico, pues Imelda, la mayor, era la viva estampa de la madre, de cabellos y piel achocolatados, con ojos rasgados, escasamente con su metro y cincuenta de estatura y una delgadez congénita por haber sufrido raquitismo en el vientre de la madre; Clara y Mariluz, al contrario, eran altas y casi traslúcidas, pero con las carnes bien puestas y el cabello azabache. Aunque ya rondaban por los cuarenta años, y a pesar de haber perdido la risa fácil por una soltería impuesta por el hermano, las tres aun conservaban ese provocador andar caribeño heredado del padre. El aire de trillizas se lo daban las prendas que lucían,  las tres con trajes del mismo color y diseño, el cabello recogido, a manera del nido que  solían llevar en la playa las vendedoras de frutas, los mismos zapatos negros de colegialas y los delantales blancos con sus nombres bordados con hilos de sus propias cabelleras. Ni un gramo de maquillaje en sus rostros, ni siquiera un par de aretes o una sortija que hablara de su feminidad. Solo algunas  noches, cuando la oscuridad era su aliada, jugaban a ser cabareteras y los coloretes y rubores les avivaban el rostro bajo las sombras.

 

El joven Salavarrieta se había visto obligado a abandonar sus estudios en el seminario para asumir la responsabilidad de jefe de hogar, ante el fallecimiento inesperado de los progenitores. Sin terminar su diaconado, a poco tiempo para ordenarse, Joaquín reemplazó la placa del consultorio de su padre por una con su nombre, y con medianos conocimientos, de la noche a la mañana se convirtió en el primer dentista por línea de sucesión en Cañoiglesias; profesión que ejercería hasta el día que cumplió su onomástico número sesenta. Las tardes en que acompañaba al padre como instrumentador le dieron la escasa instrucción en el oficio, las necesidades que no daban espera le quitaron el terror a la sangre, la repulsión por las caries y los tufos ajenos y los estudiantes de escuelas públicas de los barrios de invasión le facilitaron la destreza de arrancamuelas.

 

Yo  me ocupaba de asear la casa  y mis hermanas se encargaban de  la comida y la ropa de Joaquín. Él nos enseñó, a decir verdad, con paciencia de monje, a ser ordenadas y era muy estricto con la distribución de todas las tareas; se daba cuenta del menor descuido y no olvidaba ningún detalle. Si era la ropa, Clara debía lavarle y almidonarle todos los días, desde sus camisas hasta sus calcetines, prendas que acomodaba rigurosamente por cada día de la semana en el ropero, al lado izquierdo las camisas y chaquetillas y pantalones y  calzoncillos  al lado derecho; si de los zapatos se trataba, Clara los lustraba cada noche mientras todos rezábamos el rosario hasta cuando Joaquín le daba su aprobación, cosa que ocurría sólo después de la última avemaría.

 

Nadie vestía como él, ni en el pueblo ni en los alrededores, siempre de blanco impecable de la cabeza a los pies, al verlo lucía como el integrante de una de esas orquestas de salsa de alguna isla del caribe; nadie diría que mi hermano era el sacamuelas igual de acomodados que de desamparados. Cercano a cumplir sus seis décadas, su aire de músico tropical jubilado se acentuó con su figura delgada, enjuto, metido entre sus ropas, una o dos tallas más grandes, su color tostado y su caminar parsimonioso con un cigarro apagado que amenazaba  encender  a cada paso. Maryluz era quien se escabullía en la cocina desde muy temprano, preparando no tanto sus alimentos sino las aguas y potajes que Joaquín le ordenaba para aliviar sus dolencias. Y yo que era la encargada del aseo y de conservarle a Joaquín sus pertenencias en el lugar exacto por él asignado. Ninguna de las tres podíamos tomar siquiera por descuido algo que fuera suyo, inmediatamente lo percibía dada la manía de mantener cada cosa en el mismo sitio, todo milimétricamente organizado. Las corbatas por tamaños, los libros según su volumen, los recibos cancelados por fechas, los medicamentos por presentación, grageas, jarabes y ungüentos, las monedas por denominación, las llaves puestas según las estancias de la casa y los pañuelos por la función que le prestaran a lo largo del día.  

 

Al principio asumimos las labores como una contribución a su trabajo ya que pasaba largas jornadas en el consultorio y veíamos en su autoridad la del padre fallecido; con los años la relación se fue distanciando porque ya no queríamos continuar siendo sus nanas, sus criadas, ni sus mandaderas. Que Imelda hoy no limpió el polvo de las flores, y yo limpiaba de nuevo pétalo por pétalo, que el agua de canela no sabía a canela porque Maryluz no compró astillas suficientes, que vaya al super por más y Maryluz de vuelta al super, que Clara  dejó arrugada la colcha y Clara volvía a retomar la plancha con más fuerza, sin darnos tregua tan siquiera los fines de semana para pasear en el parque como todas las jovencitas porque en  aquellos días, como hasta dos meses atrás, con Joaquín en la casa debíamos redoblar las labores. Yo limpiaba telarañas así las arañas estuvieran desterradas como los espejos, Clara soltaba los dobladillos de los pantalones y volvía a remendarlos para que Joaquín la observara entretenida y no le inventara oficios; Maryluz salaba carnes o preparaba embutidos y tortas para calmarle los antojos a Joaquín aunque al final apenas si los probaba porque su presión se le alteraba y le producía cefaleas. Ahora que pasó lo que pasó, que nadie gobierna nuestras vidas y desde que fundamos el Noches de Ronda, el tiempo se nos pasa volando, cuando nos pega la gana dormimos todo el día o nos levantamos tarde, vamos al cine o a caminar por el malecón y comemos algodones azucarados, pero en esos años el único descanso que teníamos era el relajo que formábamos ya casi de madrugada, sobre todo las quincenas cuando fantaseábamos que el cabaret estaba a reventar.

 

La vida de Joaquín Salavarrieta transcurrió sin afanes, con un trasegar anónimo, entre las ocho cuadras que lo separaban de su vivienda y el consultorio de sacamuelas a donde llegaba pasadas las siete de la mañana hasta ya bien entrada la tarde, cuando recorría de vuelta las mismas calles a medio empedrar, tropezaba con el mismo poste, evadía al mismo perro solitario y saludaba con  un hilillo de voz, un monosílabo apenas a cierto vecino, algunas veces con un abrir y cerrar de manos casi imperceptible, y otras con un arquear de cejas y un rictus que no alcanzaba a ser del todo una mueca. Sumaba años sin prisa, acostumbrado a sus rutinas de ceremonial aprendido desde tiempos remotos, como viviendo en un eterno trance de protocolos repetidos cientos de veces en el que él, como sus hermanas tenían asignados libretos y horarios preestablecidos para sus comidas, sus labores, sus salidas, sus compras, y hasta para el rosario, el baño y el sueño.

 

Mi hermano Joaquín era el mejor sacando muelas y haciendo piezas dentales. A ninguno de sus clientes se le infectaban las encías, es más, a mí me sacó las cordales y no sentí dolor, me mandó a hacer buches de agua sal y al tercer día estaba como si nada; Clara me aseguraba que Joaquín incrementaba las dosis de calmantes y por eso desaparecía cualquier dolencia, pero yo prefería pensar que tenía la mano suave después de tantos años de desempeñar su oficio. Jóvenes y viejos acudían a su consultorio porque aunque nunca modernizó sus pinzas, sus lupas, ni los espejos, menos el sillón, los dispensadores o los esterilizadores, sus tarifas eran modestas en comparación con los precios de los colegas titulados. Quienes mejor pagaban sus servicios eran los dueños de muchas haciendas de la región que llevaban a sus trabajadoras más jóvenes, a las que para entonces no sabíamos por qué, se rumoraba que Joaquín les extraía toda su dentadura natural y les colocaba prótesis removibles.

 

Nunca le conocimos a Joaquín amigos, anhelos o ilusiones, ni una novia que lo sacara de aquel empedernido ensimismamiento. Fue un solterón que también nos arrastró en aquel destino sombrío del que las tres lográbamos escapar algunas noches, cuando dábamos rienda suelta a tanto ensueño y entonces éramos por un par de horas las muñecas de la noche, pero a la mañana siguiente los quehaceres se nos multiplicaban sin razón y cada una volvía a los suyo sin darnos tiempo, como mitigando una culpa que nos crecía en el día y desaparecía en la penumbra. A pesar que las tres hermanas le teníamos mala voluntad a Joaquín, reconocemos que nunca faltó comida en la alacena y no nos dio malos tratos a no ser por los encierros obligados y su santurronería barata, manipulando nuestras conciencias con principios de fidelidad a la memoria del padre muerto, reencarnada en la autoridad del hermano mayor y a la condena ferviente que hacía a las debilidades de la carne. Para su aniversario cincuenta y nueve no estábamos lejos de comprobar que él también tenía sus propias  debilidades y proscribiríamos de nuestras vidas para siempre, la ponzoña de la culpabilidad que nos había sembrado.

 

Ese primer lunes de abril, día que el dentista arribaba a sus cincuenta y nueve años, Joaquín cumplió como siempre su rutina de limpieza de los cincuenta minutos; se vistió con cierta prisa la ropa que Imelda le dejara encima de la silla y ya en el comedor esperó con una calma inusual las aromáticas servidas por  Maryluz para regular su presión, comió con desgano el revoltijo de huevos blancos y apuró unos sorbos de café, recogió el maletín y antes de dar el portazo de buenos días como acostumbraba,  casi sin voltear hacia donde sus hermanas lo despedían les habló con una arrojo que no conocían en su voz, mientras se amoldaba sus mechones de gomina. De los sesenta no paso, dijo el tegua y prosiguió, Hoy empiezo mi cuenta regresiva con la Parca, enfatizó y salió dejando a las trillizas sin entender palabra.

 

Las hermanas acomodaron letra por letra una y otra vez para hallar el significado de aquel acertijo, pero tuvieron que aceptar que las cábalas no eran para ellas. Como en una minúscula torre de babel las tres hermanas no concebían si Joaquín hacía referencia a abandonar su oficio, a clausurar su consultorio, si era hora de pensionarse o si estaba gravemente enfermo; así que sólo en la tarde al regreso del hermano pudieron hacerle todas las preguntas de rigor y Joaquín se limitó a solicitarles el primer favor en toda su vida sin contrariarse: No estorben mis planes, balbuceó. La quincena siguiente las mujeres por primera vez en mucho tiempo, no se sintieron del todo a gusto en el cabaret  de sus fantasías.

 

Cuando Joaquín por fin fue revelando sus planes, nosotras en verdad quisimos hacerlo entrar en razón y aún hoy no sabemos a ciencia cierta las razones de su fatal decisión, aunque sospechamos que fue la existencia triste que arrastró, la soledad en la que se sumía después del trabajo, su frustración de clérigo, su exacerbada  timidez, y el peso de sus manías las que los empujaban a ese precipicio, y fue tal su determinación que terminamos secundándolo en sus propósitos y con verdadero entusiasmo participamos en los preparativos del gran día.

 

Lo primero que hizo Joaquín Salavarrieta fue empezar a pagar un seguro funerario porque de lo contrario sabía que sus hermanas lo sepultarían en el patio de ropas sin siquiera una cruz. Contrató con el agente un servicio de coche fúnebre con cintas en los costados que llevaran su nombre en letras violetas rebordadas con  dorado, convino con el asistente del  seguro funerario una sala amplia para sus exequias que incluía dos ayudantes para labores de cafetería, acordó además tres ramos de gardenias y uno de  rosas negras para que fueran colocados a manera de cascadas y pactó un féretro de pino con acolchados, sin tiradores de metal porque iría de la capilla al cementerio en la mesita rodante de su velación para no tener que pedirle el favor a nadie que lo cargara muerto; sino había sido una carga para nadie en vida, tampoco lo sería en su sepelio. Le añadió en el contrato carteles murales que dieran cuenta de su fallecimiento y al final desechó los recordatorios y el libro memorial de firmas.  

 

Seis meses antes del día señalado, Joaquín cerró su consultorio cuando apenas caía la tarde y se dirigió por la calle de los comercios donde lo esperaba el sastre que durante años había confeccionado su vestimenta de músico del caribe. El viejo modisto no se inmutó cuando el sacamuelas le encargó la fabricación del que sería su último traje blanco, ni se extrañó que el pedido no incluyera un smoking sino una mortaja; se limitó a tomar las medidas y a recordarle las bondades de los diferentes paños. Diez minutos después Joaquín le entregaba un adelanto por la confección de la prenda y el costurero le deseaba feliz noche sin aspavientos. Era la primera persona que le encargaba su propio sudario, pero por el valor del anticipo supo que era una decisión seria, sin vuelta atrás.

 

Fueron las trillizas las que le concertaron la cita con el párroco de La Divina Misericordia. El padre Junín las conocía desde que quedaron huérfanas y desde entonces les impartía la comunión cada domingo en la misa de diez, por eso cuando las hermanas tocaron a la sacristía para concertar una visita a su casa lo hizo con el mayor gusto. Díganle a Joaquín que allá estaré pasado mañana. Joaquín esperó al cura sin salir del cuarto y hasta allí lo condujeron las tres hermanas que para la ocasión habían preparado esponjados y almojábanas con quesillo de cabra. El anciano sacerdote consumía con ansia voraz las delicias de la cocina Salavarrieta y observaba atento los movimientos de los labios del dentista para compensar la pérdida de audición, después de quedar sordo debido a los repiques de campanas llamando  a la eucaristía. A pesar de la sordera, el clérigo entendió el pedido que le hacía Joaquín, misa cantada a las tres de la tarde del día siguiente de su partida y un novenario sobrio en su casa, todo por el pago de los diezmos adelantados, cancelados por el mismo difunto. Lo que no le quedó claro al cura fueron las razones de tanta ceremonia convenida. Después se retiró ofreciéndole la absolución sin asistirlo en confesión, llevando entre su sotana migajas de pan y esponjado salpicadas de indulgencias.

 

Imelda por su facilidad con las labores manuales, se dio a la tarea de coser la ropa de luto y tres meses antes del deceso de Joaquín, ya las hermanas Salavarrieta vestían de negro profundo. Las trillizas adoptaron un aire de viudas que acentuaban si aparecía Joaquín, entonces caminaban arrastrando los pies, hablaban entre dejos y lamentos y después de los rosarios elevaban plegarias para que brillara para su alma la luz perpetua, sin llegar a derramar lágrimas por el difunto, aunque las tres hermanas, de alguna manera en el fondo, desde que Joaquín decidió que pondría fin a sus días por su propia cuenta y riesgo, volvieron a sentirle cierto cariño, como cuando recién sus padres murieron y el miedo a la orfandad les daba fiebres y fríos en el alma. Pero fueron  instante no más porque Maryluz se encargó de recordarnos cada encierro, cada negativa, cada censura, y todas las humillaciones recibidas, con un no rotundo a todo reclamo, a toda petición que le hacíamos a nuestro hermano benefactor, asumiendo nuestra condición de sirvientas cuando sabíamos que teníamos potencial para otras labores más productivas y de más agrado, demostrado como estaba en  las noches en que soñábamos a ser dueñas y señoras así fuera de algún cabaret; por eso esperábamos con impaciencia el día que Joaquín cumpliera su promesa de morirse y el Noches de Ronda dejara de ser una quimera y pudiéramos vivir  a nuestro antojo.

 

Al acercarse el último aniversario de Joaquín Salavarrieta las trillizas no dormían. Se sentían ansiosas porque desconocían cómo se haría efectiva la promesa del hermano. No dudaban de la decisión, sin embargo, hubieran preferido estar al tanto de los mínimos detalles. El único que sabía el final era el dentista. Los analgésicos suministrados al paciente en las dosis adecuadas de acuerdo al peso corporal y aplicados con precaución aliviaban el dolor de la extracción, si se suministraba en sobredosis o si había hipersensibilidad a algún compuesto se presentaban cambios en la presión arterial, como era su caso y el paciente podía mostrar reacciones adversas a nivel cardiaco y sobrevenirle un infarto fulminante. Para Salavarrieta un coctel de grandes concentraciones de anestésicos era lo más rápido, seguro y efectivo. Para nadie sería un suicidio.

 

El aniversario número sesenta llegó y Joaquín Salavarrieta les dio las últimas instrucciones a sus hermanas antes de dirigirse al consultorio. Ellas no tendrían que ocuparse de su cadáver, la funeraria estaba notificada y la mortaja puesta sobre la cama. Por la mañana el dentista realizó cuatro extracciones dentarias a gentes del pueblo y casi al medio día apareció Argemiro Bustamente,  dueño de La Pradera, hacienda  de extensos cañadulzales y considerables cafetales. El hacendado le entregó a la pequeña de unos doce años que lo acompañaba y le rogó el trabajo de siempre antes de despedirse.

 

En sus últimos años Joaquín había ganado prestigio de sacamuelas por la delicadeza de sus manos, por las tarifas de menesteroso y porque de todos era conocido que prestigiosos odontólogos le encargaban las prótesis por precios que se decían eran de huevo, mientras los titulados terminaban cobrando a sus clientes altos montos, dinero con los que cancelaban los préstamos contraídos para pagar sus estudios profesionales que Salavarrieta no necesitó para ser el mejor.

 

Lo que muchos desconocían era que Salavarrieta hacía trabajos especiales a hacendados pudientes de la región y que cobraba como profesional. Cuando los primeros se presentaron con la intención que Joaquín extrajera la totalidad de las piezas dentales a las jóvenes sirvientas, lo hacía sin entrar en preguntas; meses después se intrigó y un hacendado le explicó sin otros pormenores, que lo hacía por cuestiones de exquisiteces en su intimidad. Años más tarde la práctica se extendió a los hijos y amigos  que venían de la capital a probar un placer destinado a círculos muy reducidos y si Joaquín no renunció a adelantar aquella labor encomendada por acaudalados terratenientes a pesar del encono que le producía, fue porque de abandonarla no hubiera sobrevivido con sus hermanas.

 

Argemiro Bustamante, caficultor de la región llegó al consultorio dental, esta vez, con una niña de la mano. La dejó y se escabulló. Joaquín no pudo evitar un estremecimiento. La pequeña era un ángel blanco de cabellos alborotados  y mejillas  rosadas. Sus ojos tristes, de mirar adormecido conmovieron al dentista el día de su muerte. -Era que el tipejo Bustamante no se daba cuenta que la  niña era impúber, que aún olía a orines y no había mudado todos sus dientes?, pensó. - Cómo se atrevía Bustamante a traerle a una niña, a un ángel?, dijo a media voz -Es que el desgraciado lo creía un depravado como él?,- Qué se creía el tal hacendado, que él no tenía hígados?, levantaba la voz ante la mirada angelical de la pequeña.  El sacamuelas Salavarrieta para unos, el Arrancamuelas Salavarrieta para otros, el dentista Salavarrieta para sus hermanas no estaba dispuesto a cometer ese horror justo el día de su muerte, -No, así tenga que romper la promesa de morirme, se dijo, Bustamante no la joderá como ha jodido a tantas otras, y mientras vociferaba tomó de la mano a la pequeña y se fue sin cerrar el consultorio, calle arriba a plena luz del día, rumiando su ira y de vez en cuando sonriéndole a la niña que no sabía por qué la llevaban al sacamuelas y por qué el sacamuelas la tiraba de la mano y le decía Tranquila mi ángel, ese infeliz no te va a hacer daño. Y la niña no comprendía qué daño le iba a hacer el patrón de su padre, ese gran señor que le regalaba vestidos y dulces, pero igual le correspondía las sonrisas al sacamuelas y seguía tras él casi volando, apenas rozando el empedrado. 


Joaquín Salavarrieta nunca  amó a nadie, o tal vez  a su madre. Al convertirse sin querer en jefe de la familia, odió al padre por el accidente que le arrebató al ser que más quería y quizá nunca le perdonó su ausencia ni la responsabilidad que le echaba sobre sus hombros. Con sus hermanas no lo unían lazos de amor, ni siquiera apego o amistad; si ellas lo veían casi como un extraño a sus afectos, él las trataba como inquilinas que debían servirle sin contraprestaciones. 
Lo sucedido a última hora con la pequeña traída por Bustamente fue de proporciones insospechadas. Todo el amor hacia la madre, hacia  las hermanas y hacia las novias y amantes que Joaquín no experimentó nunca, de pronto cobró una  fuerza descomunal. Mientras caminaba hasta su casa con aquel ángel casi en brazos, el dentista de hacendados corrompidos había desistido de su juramento de no vivir más allá de sus sesenta años. En su corazón solo había espacio para cuidar aquella niña que lo devolvía a la vida.

 

Las hermanas que esperaban noticias sobre el deceso de su hermano, según  estaba planeado para ese día, por voluntad propia, no contaban con que apareciera vivo y con un nuevo miembro de la familia. Luego de ordenar almuerzo especial para la pequeña y comida frugal para él, Joaquín aseó a la niña con tal refinamiento que era imposible que las hermanas no notaran todo el amor que le inspiraba y no vieron con buenos ojos el giro que estaban tomando los acontecimientos en la casa Salavarrieta.

 

Es cierto que nosotras no nos sentíamos a gusto con la vida que llevábamos, pero nos resarcíamos con las fiestas que inventábamos en el Noches de Ronda, el cabaret que soñábamos atender porque allí si seríamos las reinas aunque fuera a otro precio; nos acostumbramos a los caprichos de Joaquín y a seguir sus órdenes, no teníamos otro futuro y lo aceptamos, pero de pronto vino a decirnos que se quería morir, que sesenta años eran suficientes, y por primera vez admitimos que podíamos recomenzar otra vida ya sin él, ser auténticas, libres sin sentirnos culpables. Las tres en otro mundo ajeno a la amargura de Joaquín, sin sus manipulaciones ni sus trajes blancos almidonados, sin sus manías y su odio a los espejos y cuando ya habíamos hecho planes para vender la casa y fundar nuestro propio refugio, se presentaba con esa mocosa a arruinarnos los planes, a  destruir sin ninguna consideración  los sueños que empezábamos a forjar y si Joaquín no cumplía su promesa nosotras si estábamos dispuestas a intentarlo y así lo hicimos. Una mocosa enclenque no le iba a torcer el destino de Joaquín Salavarrieta. Lo que aconteció después tuvo que ver  con promesas incumplidas de última hora y que les rompía las ilusiones forjadas durante  el último año a las trillizas.


Cuando el hermano ordenó las viandas, las trillizas se miraron diciéndose sin palabras que Joaquín a esa hora tenía que estar en una sala de velación y no ordenado potajes y guisos para una solemne desconocida y sin pronunciar vocablo alguno, se esmeraron en la comida con la convicción que esa sería la última cena del hermano. Salavarrieta no observó nada distinto cuando la mesa fue servida y por primera vez en tres décadas invitó a las trillizas al comedor. Las bandejas expedían olores a ajos y cebollas, la ensalada emanaba frescos aromas y la sopa aún bullía en el cacerol. La pequeña no se atrevía a tomar la iniciativa y Joaquín la animó dándole de probar bocados de aquí y de allá; la niña lo siguió y enseguida él tomó la fuente con la salsa para acompañar un trozo de cecina.

 

La autopsia confirmó asfixia, a secas, no reveló el sofoco ni el atragantamiento que le pudo producir el picante puesto en grandes cantidades en la salsa, tampoco develó cómo las trillizas se negaron a ayudar a quien le faltaba el aire, a socorrerle un trago de agua a quien se ahogaba mientras se le iba la vida por una niña de dientes de leche, ni  mostró cómo las mujeres se negaron a prestar los primeros auxilios al hermano por cumplir un sueño que significaba, de alguna manera para ellas, un resquicio de libertad.


martes, 6 de mayo de 2014

EXTRAVÍOS DEL ALMA (Cuento)


Al final de la tarde, después de una meticulosa pesquisa que se prolongó por varias horas, Libia, la fiel y lánguida criada, tuvo que admitir que, a su patrona, se la había tragado la tierra. Libia había rescatado las llaves perdidas del viejo anaquel y buscó a su dueña, con el fin de calmarle la angustia que desataba en su espíritu, aquellos extravíos tan comunes en las últimas semanas. Primero hurgó en la despensa y en el costurero, luego en cada una de las habitaciones y entre los santos de lo que fue un oratorio. La llamó a gritos sin obtener respuesta alguna. Canturreó su nombre husmeando cada rincón, esperó que la anciana aullara, cucli  cucli un, dos, tres por mí, pero tampoco respondió a su juego; le susurró entonces, Menciaaa, como solía decirle en las horas mustias de inconfesables confidencias, y una vez más el silencio del frio caserón la abrumó. Agotada pronunció improperios, promesas y juramentos; en vano sollozó recitando todo el santoral  de los viernes santos y en el límite del desespero escarbó hasta sangrar, entre las ahuyamas y cebollas del huerto, pero la minuciosa requisa no tuvo suerte. Clemencia Chaparro Villalba no dio señales de vida.

Ya de noche en su cuarto, compungida, sin dejar de llorar, Libia espera que Clemencia haga su aparición, le ofrezca disculpas por la demora, por las angustias y los sufrimientos causados, por tantas horas sin comunicarse, por no confiarle los motivos que la llevaron a alejarse de ella, de su casa y su familia; por no tener noticias suyas, por no llevarla a su lado como siempre, por dejarla huérfana de cariño, por la desolación en que la sumía, por abandonarla robándole la tranquilidad. Una y otra vez se preguntaba qué sería de Clemencia sin ella, o mejor, qué sería de ella sin Clemencia?

Clemencia, contrariada por los últimos roces con Libia, decidió tomar aire en el portal, encontró una pareja de gatos del vecindario escarbando entre sus flores, los espantó primero cándidamente y luego con la decisión de salvar las begonias optó por alejarlos del jardín. Fue tras los pequeños felinos, correteándolos una calle, después otra más, hasta que su sentido de orientación la llevó por callejones solitarios a veces y avenidas concurridas otras. Para cuando se dio a la tarea de regresar, los caminos antes frecuentados se le hicieron desconocidos, atestados de una muchedumbre anónima para ella. La cabeza le daba vueltas, sintió nauseas, retortijones y a punto de rodar por el asfalto alcanzó un par de escalinatas de una torre de edificios donde permaneció no supo cuánto tiempo.

Repuesta de sus dolores, Clemencia pensó en comprar minutos con las monedas que algunos moradores del inmueble le obsequiaron y que ella tragándose el orgullo recibió de mala gana, pero los números se le antojaban  en  infinitas fórmulas  algebraicas de trinomios y polinomios que su sentido común no alcanzaba a procesar. Si pudiera telefonear, si vinieran a recogerme para tomar mi leche tibia con canela, como cada noche antes de dormir la buena de Libia me prepara. Libia?, Quién era acaso Libia?

Desde muy niña, Clemencia estableció las fechas y pormenores de innumerables sucesos familiares, políticos y sociales con tal seguridad que despertaba admiración y elogios entre propios y extraños y más  aún, avivaba siempre el amor del  padre y la algarabía de los peones de La Castellana donde creció. Libia que sabía de sus habilidades memorísticas, no entendía como,  Clemencia Chaparro Villalba, en los últimos meses, tenía su cabeza como un rompecabezas y maldijo una vez más la perdida de las llaves y el altercado con su patrona.

A pesar de toda la consideración, el respeto y una amistad construida en la soledad de una viudez compartida, a Libia le parecía agobiante deshacerle a Clemencia, los nudos que a diario le iban enmarañando la memoria. Primero fueron los sucesos más recientes, luego las innumerables veces en que no recordaba dónde dejaba los documentos, los libros y los anteojos, o cuándo había recibido por última vez la comunión que le enviaba el padre Ochoa con el sacristán.

Desorientada, con calambres en sus piernas, a punto de una hipotermia, Clemencia vaga como una forastera más, hasta cerca de la media noche, por una ciudad que no asume como suya, que siente ajena. Una ciudad sin el candor  de su pueblo, devastada por el comercio callejero, por la vida nocturna. Era esa su ciudad natal?. Al instante recordó unos gatos jugando en un jardín. Eran suyos los traviesos felinos?

Clemencia intenta retirar las telarañas que le nublan su memoria. Sin la luna descolgada sobre el cerro donde se levanta su casa, deambula en busca de un jardín plantado con begonias de importación, que no logra ubicar. Los esfuerzos resultan fallidos y en el agotador intento se refunden también sus recuerdos; se le extravían en el laberinto de sus ochenta y dos años.

La singular simetría de los viejos caserones la aturden, no está segura de quién asomará si toca a la puerta, razón por la cual en un principio desiste en su intención de golpear la aldaba del león de bronce, que se repite en serie por la calle de farolitos recién encendidos. Casi desfallecida, Clemencia se decide y tira del picaporte, entonces cree encontrarse a las puertas del internado, del colegio de monjas donde cursó la primaria junto a su hermano Luciano, hasta que su padre, sin apenas cumplir los trece años, y sin su consentimiento, la concedió en matrimonio, al ilustre vendedor de licores añejos y ensueños literarios: Antonio Peñalver y Trejos. Mientras la puerta de madera maciza le daba paso al conserje del que adivinaba como su claustro, Clemencia pensó en su padre, en lo orgulloso que se sentiría cuando le presentara las calificaciones, y la nota de estilo de la hermana rectora por su buen comportamiento.

Los dos hermanos eran alumnos del Liceo. Clemencia aprobaba con mérito sus estudios dedicando largas jornadas a realizar las tareas escolares que Luciano, le deshacía antes de ser evaluadas. Clemencia almidonaba el uniforme y lustraba los zapatos para que lucieran impecables cuando la maestra los inspeccionara al inicio de la jornada y el hermano le pisoteaba los mocasines y le arrugaba la falda. Clemencia con sus cabellos ordenados y Luciano los revolcaba; Luciano se hacía a  doble porción de merienda mientras Clemencia debía esperar hambrienta hasta la hora del almuerzo. A pesar de lo que podría considerarse fechorías del hermano, Clemencia lo amaba.

El progenitor de Clemencia, don Silvio, atribuyó siempre la memoria  prodigiosa de la hija a los calostros de las reses recién paridas y a los huevos crudos en jugo de naranja que la niña tragaba cada mañana. La costumbre de hartarse de calostros la adquirió  desde muy pequeña, apenas empezando a dar los  primeros pasos, cuando decidió que no quería ser alimentada más por los senos de su madre, exhaustos después amamantar cerca de una docena de hijos, sino por las colosales tetas de la vaca Nacha. Cuando los peones de la hacienda salían cada amanecer a ordeñar el ganado y la pequeña ya podía escaparse de los brazos de la madre los seguía a los potreros. Allí se acomodaba entre los pezones del animal y los exprimía hasta ahogarse con el lechoso líquido, mientras jugaba con aquellas singulares  protuberancias que le ofrecían no una ni dos, sino muchas tetillas para hartarse a plenitud.

El hábito de comerse lo huevos crudos en jugo de naranja ombligona lo adquirió con el único propósito que su progenitor se ufanara de la hija. Llegar a consumir aquella combinación viscosa le tomó semanas a la pequeña. En las primeras tomas solo atinaba a saborear el jugo de naranja que terminaba por devolvérsele cuando su lengua experimentaba esa sensación pegajosa del huevo crudo al deshacerse entre los dientes de leche. En la sexta semana ya pudo pasar entero sin volver a sentir el revoltijo en las tripas, en medio del aplauso contagioso de peones y familiares.

Luciano, el menor de los varones de la casa Chaparro Villalba, intenta opacar las habilidades de su hermana. Alcanza las copas de los árboles más altos, enlaza becerros, arrea ganado, dispara perdigones y caza más pájaros que todos los peones juntos. El padre elogia la faena ignorando que el muchacho robaba las aves muertas de algunos  trabajadores de La Castellana que participan de la caza y que Luciano sumaba a su favor.

El método de aguar las cantinas de leche  para la venta en el pueblo, tampoco era del conocimiento del padre, que asume la abundancia de los animales a los mismos rezos a los que recurre cuando las plagas de parásitos infectan el ganado, y a la supuesta técnica desarrollada por el hijo para frotar las ubres.

Clemencia  fácilmente se acuerda de  los pormenores de  los nacimientos de cada uno de sus  hermanos, el día en que contrajeron matrimonio, los nombres de las haciendas donde vivió, la época en que empezó a estudiar, los apodos de sus ya nonagenarias maestras y los de las compañeras de escuela, los nombres de los párrocos que atesoraban diezmos de los vecinos de La Castellana con la excusa de que se desgajaran aguaceros, las fechas de su primera comunión, de su casamiento y los alumbramientos de la casi la docena de hijos que parió, y hasta los apellidos de la veintena de ahijados que bautizó. 

Recuerda además que siendo muy niña aún, por una navidad sus padres se encuentran en una solemnidad religiosa en el pueblo y ella junto a sus hermanos celebran a su manera inocente la noche de velitas; menos Luciano que insiste en patear capotes de maíz encendido. Cuando los padres arriban a La Castellana, casi al amanecer, llueve torrencialmente. A la mañana siguiente apenas sin dormir, su padre,Silvio Chaparro de pie en el corredor es atravesado por un rayo de luz. El sol se proyecta por un orificio dejado por el fuego.

Clemencia ronda los seis años, Manuel el mayor de los hermanos, pronto cumplirá los diez y siete. La enciende una ira sorda cuando el padre se abalanza sobre Manuel a quien Luciano ha señalado de patear los capotes. Ella tira del brazo del progenitor y la fusta cae sin hacerle daño. No fue Manuel quien comandó el ataque, todos lo saben y callan. Un llanto suave de rabia e impotencias envuelve a la niña; un lamento brota al ver al padre levantar el látigo para golpear al hijo indefenso. A lo largo de su vida, Clemencia intenta borrar el hecho, aprieta los ojos, no quiere recordar esa, ni otras escenas que la lastiman. En ciertas ocasiones se obliga y lo consigue, pero los recuerdos la persiguen sin tregua.

Ahora casi sin parpadear Clemencia escudriña al hombre que habla con su padre. Es la misma persona que  ha visto en varias ocasiones en el pueblo, cerca del liceo y en casa de su hermana Carmen. Antonio Peñalver y Trejos, de treinta y dos años, dedicado a la venta de licores por los pueblos de la provincia y ha puesto sus ojos en ella. Casi veinte años menor que su pretendiente y sin siquiera haber alcanzado la pubertad, Clemencia es dada en matrimonio por el padre, sin su aprobación. A favor del vendedor juega la edad, el trabajo y la labia. A pesar del abatimiento que le causa, el padre tiene la certeza que casarla con un foráneo la desterrará del campo, donde el trabajo de cocinera para peones es el futuro más promisorio. Los celos de Luciano, por el apego del padre hacia la niña, se reflejan una vez más, cultiva una fe ciega que la hermana se case cuanto antes con aquel hombre mayor con el que la pequeña no ha cruzado palabra, con la esperanza malsana de alejarla de la casa paterna.  Atrás quedan las ilusiones de Clemencia de continuar sus estudios secundarios, de ser un día enfermera.

De vez en cuando le vienen a la mente las veces de niña se tumbaba en el regazo de la madre para que la liberara de una plaga de piojos, pero también se suceden las imágenes del cadáver de la madre apenas sepultado y a Luciano aprovechando el abatimiento del padre, para tomar posesión de La Castellana. En su corazón se alberga la simiente de un resentimiento contra el hermano; sentimiento que se hará más fuerte en su adultez.

El padre de Clemencia, viudo, solitario y apenas con cierto mando sobre sus tierras, empezó a morir el día que de vuelta de la feria, después de vender algunas reses, en un recodo del camino, ya casi arribando a La Castellana, es sorprendido por cuatreros que le roban el dinero de la venta de ganado. Entre los bandidos identifica al hijo menor, a quien no le basta con el robo, también ordena una golpiza que deja al anciano al borde de la muerte. Ante las acusaciones del padre, Clemencia de luto reciente por la desaparición del esposo, aturdida por el miedo, no desmiente a Luciano cuando éste alega para la hora del horror, encontrarse de visita  en  casa de la hermana. La simiente del rencor echa raíces en cada fibra de su ser hasta querer asfixiarla. Un olor nauseabundo asociado al recuerdo de su hermano, la perseguirá día tras noche y se disipará sin estruendo ya en la vejez.


A pesar de las estrecheces económicas que sobrevinieron con el fallecimiento de su esposo, le dolió más la indiferencia del hermano apropiado con malas artes de una herencia que también le correspondía. El rencor le viene de pronto como una ráfaga contra su hermano y de honda tristeza por el padre.


Cuando Clemencia cansada de vagar sin ton ni son, por fin se decide a golpear el aldabón del león de bronce de la calle de los farolitos y el conserje entreabre el portón dando paso a la madre superiora, la anciana la confunde con Libia pero segundos después su aire familiar se disipa. Aun así, Clemencia acepta la invitación a pasar. Accede a tomar agua de panela caliente y a recostarse junto a otras camas. Los lamentos y los catres dispuestos en hileras interminables la sacan de su confusión y la vuelven a la realidad; no era su amado liceo como creyó en un principio, al parecer estaba en un hospital de guerra.

El Purísima Concepción se transformó en albergue geriátrico cuando desapareció como hospital público por cuenta de las reestructuraciones que llamaban a privatizar los servicios de salud y que a la postre inauguraron los paseos de la muerte. La Sociedad del Perpetuo Socorro, tomó en comodato las instalaciones del antiguo hospital y  refundó el Purísima Concepción, para que la clase media pudiera salir de vacaciones sin llevar a los abuelos, que quedaban por un fin de semana al cuidado de  longevas  religiosas de la congregación de las Hermanas Vicentinas.

Años después cuando la recesión se instaló en toda la sociedad y la clase media tuvo que desistir no solo de los paseos de los puentes festivos, el Purísima Concepción se convirtió en hogar de paso para ancianos sin techo que vivían de las obras de misericordia de penitentes arrepentidos. Hasta el Purísima Concepción, convertido por la atolondrada anciana, primero en liceo y después en hospital de guerra, llegó Clemencia casi a la madrugada de aquel cinco de noviembre, horas  después de espantar unos gatos de su jardín.  

Ancianos de diferente condición hacían parte del contingente de enfermos habitantes del albergue. Seres despojados de sueños, infelices, enfermos del cuerpo y del alma, locos y solitarios que alguna vez formaron parte de una familia, seres relegados, desmemoriados sin pasado ni presente. Además hombres soberbios y ambiciosos abandonados sin gloria después de perderlo todo.

En el hospital de guerra, Clemencia desterró sus dolencias, y se entregó por entero a aliviar los padecimientos de unos seres a los que sin apenas conocerlos les expresaba frases de simpatía; los llamaba con diminutivos de un recién aflorado cariño, en medio de una familiaridad que parecía de toda la vida. Clemencia reconocida combatiente de otras batallas, olvidada de Libia y de sí misma, penetró  en insondables vericuetos tejidos en años de resignación, de renuncias y tormentos. Sufrió hasta la demencia por las penas ajenas. Lloró por los hijos ausentes, por tanto desvelo sin esperanza, sollozó por la miseria humana y los tufos de la vejez, se apiadó de las viudas desoladas como ella, lloriqueó por gobiernos indolentes y corrompidos. Gimoteó por ideales truncados y por resentimientos dañinos, suspiró por sueños mutilados y abandonos inmerecidos. Maldijo la codicia, los rencores de sangre de los que sin saberlo el piadoso olvido la redimirían.

Clemencia apenas si probaba alimento, el día se le iba volando. Se organizó de forma tal que pudo atender a todos los heridos. Andaba con el botiquín repartiendo pepitas para la presión, jarabes para los sueños felices y ungüentos de olores para engañar los rastros de la incontinencia. A todos les abría la boca y con la misma paleta les empujaba la lengua y repetía con ellos aaaaaa, aaaaaa. Estableció los baños comunitarios. Instaló una regadera que disparaba agua a los soldados en formación. Les repartía espuma de detergente en baldes, y la risa se esparcía contagiosa entre masajes improvisados. Instauró  los desayunos de trabajo, terapias de yoga con música clásica y centros literarios en tardes memorables.

En el Purísima Concepción, Clemencia organiza los horarios de tal forma que la jornada les alcanza para remendar trajes, recomponer sombreros, zurcir calcetines, y hasta para escribirle cartas a la comandante del regimiento exigiéndole que no esconda los víveres de la despensa para sus heridos de guerra, bajo la amenaza expresa de no participar de la eucaristía vespertina. Una buena razón para no asistir a ceremonias religiosas, fiel a la promesa hecha el día que entró de blanco a la iglesia del brazo de su padre y que inspirada por Libia estuvo a punto de quebrantar años más tardes, cuando ya los clérigos aviesos empezaban a ser señalados por celebrar eucaristías privadas para niños y ella pagaba misas a las que nunca asistía, para redimirse de un rencor filial. Sin querer los recuerdos se le cuelan por entre los resquicios de la memoria.

En el oratorio, los huéspedes del Purísima Concepción aprovechan las bancas para dormitar y huir del calor que los persigue por los rincones hasta achicharrarles  el alma. En los primeros días Clemencia les dirige canticos que nadie sigue hasta que tiene la idea de asistirlos en confesión, y los viejos secretos celosamente guardados, las vergonzantes verdades de unos y otros salen a la luz, pero inmediatamente se le refunden y no logra acertar a quién corresponden. No precisa si el señor López, es el  mecánico o el escritor, le asigna a La Golondrina Vargas la rima de poemas subversivos y al enfermero Barrera una incontinencia crónica por una vida sexual desaforada; a las tres Marías las trata con especial consideración porque las reconoce como sus compañeras del liceo; a los dos Pedros apenas si los escucha y por el contrario quiere pasar el poco  tiempo del que dispone con Luciano, un anciano sin memoria, que pasa sus días escarbando en los botes de basura capotes de maíz que insiste en incendiar, desde que sus hijos lo confinaron en el geriátrico.

Clemencia no recuerda con exactitud a cuál de los enfermos debe suministrarle jarabe o pastillas, ni los horarios de las medicinas, ni mucho menos el número de dosis diarias, de manera que les hace tomar las gotas para los sueños felices con las primeras luces del día y todos terminan dando las buenas noches apenas despunta el alba, los baños comunitarios no se suceden a pleno sol sino bajo la luz de luna, los desayunos se sirven en la noche y en la madrugada les ofrece la cena.  Al cabo de algunos días el caos por los extravíos de Clemencia cesa como empezó y la normalidad retorna cuando el viejo poeta del Purísima Concepción, encuentra entre sus poemas impublicables, un libro de recetas y consejos  contra el olvido, que les hace  repetir en coro a los ancianos una y otra vez como un conjuro, hasta quedar afónicos.  

Por un instante Clemencia parece distinguir al hermano de sus rencores refundido entre muletas, bastones, camastros, lamentos y un olor a almizcle que la transporta a La Castellana, pero al instante no tiene certeza de quién es aquel hombre; las imágenes la engañan. El rencor le vuelve en forma de arcadas. Ha olvidado a Libia, pero le viene a la mente Luciano. Su hermano lleva al notario ante el padre moribundo. Notario y hermano obligan al padre a firmar montañas de papeles. El anciano no se resiste, no tiene fuerzas para hacerlo, y el fruto del trabajo de toda su vida ha pasado a manos del menor de sus hijos. Poco o nada le importa a Clemencia ser despojada de la herencia, la conmueve la tragedia del padre. El padre fallece y el resentimiento se transforma en un rencor que se  aloja en las entrañas de Clemencia como un fuego que la quema al punto de aborrecer su propia sangre. Desde aquella mañana han transcurrido más de treinta años y ahora duda si el rostro del hombre que en el albergue dormita cerca de ella es el de su hermano.


La entrega de Clemencia en el hospital de guerra no conoce límites; se convierte además de enfermera, en administradora, maestra y consejera. Se impuso jornadas extenuantes y su salud se resiente al punto de verse obligada a permanecer en cama por varios días, en el que será hasta sus últimos días, su hogar. Allí los ancianos ofrecen rosarios por la pronta recuperación y le demuestran su cariño incondicional. Luciano, que con tretas y artimañas ha despojado a sus hermanos la herencia del padre para despilfarrarla, ahora solo y con la mente en blanco, también le demuestra el afecto a Clemencia, sin saber que es la hermana que le despertaba toda clase de rivalidades.  Clemencia ya no es presa de rencores, ha olvidado quién es Luciano, por eso apenas se recupera, cada amanecer, sigilosa le lava sus miserias, le limpia las llagas, le cose su ropa de hilachas y en las largas noches de vigilia lo apacigua cuando visiones de capotes de maíz encendidos lo persiguen.