sábado, 10 de agosto de 2013

EL OTRO OLOR DEL AMOR. (Cuento)

La hediondez que lo perseguiría  durante largos meses  le venía del alma y  llegó a impregnársele  en los  huesos sin que pudiera hacer nada por espantarla.

Las primeras oleadas de su propia pestilencia las percibió mientras dormía. Se despertó sobresaltado por un hedor que parecía llegar desde debajo de las baldosas; se levantó de prisa, inhalando y exhalando, conteniendo la respiración, abrió la puerta que  conducía a la gran sala  que a su vez  comunicaba con los corredores de  begonias y magnolias. Hasta allí lo persiguió  ese olor nauseabundo que amenazaba con  provocarle un acceso de tos.  Entre sombras, cruzó el patio donde secaban el café, después  se internó en los  cafetales y por último  cuando se le acabaron los potreros y la fetidez lo cercaba, se dejó llevar  como muchas madrugadas  hasta  el río. Pensó que quizá aquel hedor obedecía a uno de tantos cuerpos de los que la violencia paseaba entre sus aguas y en su peregrinaje  los arrastraba a alguna orilla en busca de cristiana sepultura, pero esta vez en el río no naufragaba la muerte.  Sin embargo hasta allí lo persiguió ese olor fétido que ahora  se le colaba por la boca y la nariz y parecía querer asfixiarlo.

Al principio sólo él percibía el olor de la carroña. Mientras él se inundaba en perfumes y aguas de colonias para distraer la putrefacción, ninguno de sus familiares o personas que frecuentaban la casa, la advirtió.  Se le veía como alma en pena escudriñando cada rincón.  Fisgoneó cada recoveco tras alguna pista que le indicara de dónde provenía la podredumbre, hurgó bajo las cobijas y examinó con detalle alacenas y  guardarropas a la caza de algún vaho o emanación que le indicara su origen,  buscó debajo de materas y alambiques,  desempolvó baúles y  cofres y lo único que consiguió fue un resfriado y una alergia que lo apartaron de su propósito por una semana insufrible bajo los cuidados y remilgos  de su abuela paterna.  Desatendió sus asuntos con innumerables pretextos, le volvió el sonambulismo de sus primeros años, se le hizo costumbre eludir con evasivas rebuscadas las horas de las comidas y dos meses  después de iniciar aquella pesquisa olfativa  su delgadez era evidente.

Dejó de asistir a  las partidas de ajedrez que una vez por semana entablaba con desempleados en el cafetín del pueblo, porque  también hasta allí le llegaban los olores nauseabundos  para hacerle aguas la boca; los viejos estantes de libros apolillados de la biblioteca municipal, donde permanecía días enteros, ahora emanaban un tufillo que  le recordaba  más el olor a almizcle del matadero al que su padre lo llevó  apenas un crío, con el ánimo de trasmitirle la rudeza de un semental tomando sangre del animal recién sacrificado, que al de un templo del saber, como solía denominarla su madre. Merodeó por primera vez en los alrededores del cabildo municipal y de la iglesia, sospechando que tal vez, se estaba haciendo manifiesta la podredumbre que pululaba
escondida entre indumentarias empolvadas de ángeles y querubines  y cabildantes, pero tampoco  los malos olores de allí,  lograron confundirlo; definitivamente no se igualaban con los que ahora arrastraba.

Aunque el olor putrefacto sólo era percibido por él, ordenó desmontar cortinas y gobelinos para lavarlos y secarlos al sol, atizó una hoguera con sábanas y manteles y ordenó cambiarlas por lienzos blancos de seda y manteles Made in China, que hacían furor entre las clases medias propietarias de fincas de veraneo. No volvió a colocar carnadas para ratones porque terminaban en los sitios menos impensados y compró media docena de gatas angoras para que reemplazaran las trampas y de paso adornaran los lechos de sus familiares

Adquirió la costumbre de lavarse entre abluciones de hierbas aromáticas y aumentó la duración de sus baños; encargó  al boticario provisiones de pastillas  de regaliz  y estropajos sintéticos con mangos de porcelana de los que  se deshacía diariamente porque quedaban asquerosamente impregnados de  un olor a muerto fresco primero y después a muerto muerto, revuelto con formol, chamusquina, cenizas y flores de difunto. Como último recurso  se dejó  sumergir en lavatorios de ceniza con legía que le recomendó la vieja sirvienta de la familia y por  poco termina en lo que quedaba del hospital de la localidad.

Cuando el olor se hizo evidente para vecinos y familiares, emprendió la tarea de fregar paredes, pisos y portones, husmear en los aposentos, en el cuarto de herramientas, entre los bultos de abonos y pesticidas, en el cuarto de ropas, y en el límite del delirio escarbó tejados, levantó ladrillos y cerámicas y obligó a sus  peones a buscar el olor en los potreros y estancos, en los silos y trojas, en cafetales y gallineros y hasta debajo de las piedras. El mismo dirigió  brigadas que se extendieron más allá de sus predios, hasta las inmediaciones del pueblo, a las que se sumaron conocidos y peones de otras haciendas, y a las que además se incorporaron los escasos ayudantes de la defensa civil y del cuerpo de bomberos, todos ya sofocados con la pestilencia. Sin permiso de autoridad alguna, desbarataron el alcantarillado, que no era el alcantarillado, que de allí no provenía ese olor a peces descompuestos, inspeccionaron y casi destruyen el matadero, que el matadero  tampoco era, que el matadero estaba abandonado porque no cumplía con las normas fitosanitarias al pie de la letra, como mandaban los tratados de comercio internacionales, removieron los empedrados, que no, que aquellas piedras centenarias no ocultaban nada.  A la semana de iniciar con los trabajos de remoción, el desorden era tal que se presentaron los primeros desórdenes en aquella región que había escapado milagrosamente a la violencia descomunal que se vivía a pocos kilómetros y que las autoridades se negaban a admitir.

Tras los innumerables intentos fallidos por desprenderse de aquella putrefacción que ya acosaba hasta el último habitante de esas montañas prósperas, apenas seis meses atrás y que ahora los seguía sin tregua desde el amanecer hasta el anochecer y les perturbaba el sueño,  que se les metía entre las ropas, en sus intimidades y recientemente en sus pensamientos, que los obligaba a permanecer con sus bocas tapadas, que les impedía hablar con fluidez, realizar ciertos trabajos y degustar la buena mesa,  tomaron la decisión de alejarse de sus tierras. Lo que no habían logrado desde los escritorios gubernamentales con sus amenazas, lo conseguía ese olor a muerte que les calaba los huesos y empezaba a clavárseles en el alma sin misericordia.

Mientras las excavaciones proseguían, se dio cuenta que, aunque las legiones de buscadores intensificaran su labor, nunca hallarían el germen inmundo ni en el mismo fondo de la tierra porque el cimiento de aquella hediondez sepulcral se encontraba en su alma. Era él el que expelía ese olor putrefacto porque estaba muerto en vida, era él el de los vapores de inmundicia porque tenía perdida la esperanza, era él  el que despedía los humores pétreos porque no tenía  fuerzas de vivir, era él el de la sentina y era él el del hálito borrascoso porque el desánimo y la amargura eran sus compañeras y, era él el que emanaba sudores de cloaca porque su pena le venía de un amor incestuoso; fue por eso y no por otra razón que a sus escasos años su cuerpo se fue impregnado de un olor a muerto, a medida que sus ilusiones se desvanecían en el tiempo y ahora para que nadie abandonara el pueblo, era él quien debía partir resguardando su pecado de amor y librando a una población entera del desarraigo y el destierro.


Las palas y picas se enmudecieron a la mañana siguiente de su partida. Quienes lo conocieron de cerca afirmaron que el hedor se fue tras él, pero muchos habitantes de aquel poblado aseguraron que el olor a muerto en el aire no despareció del todo y que éste era producto de una estrategia de una empresa extranjera asentada en esos parajes, que pretendía explotar los minerales descubiertos en sus entrañas, para lo cual necesitaba que sus gentes abandonaran sin retorno, esos peñascos de oro. 


EXILIO. (Poesía)





En el desván de tus recuerdos escondes un secreto, simulas
No trasluce sombra alguna la ternura de tu mirar
Más sabes que presuroso en el sigilo de la noche
Mis pasos buscan tu senda.
Hoy al fugarme y correr a tu refugio
Me amparas en el fugaz destierro
Extraviados libramos batallas huérfanas de discursos
Desnudas de inútiles abecedarios.
Sólo tú y yo enredados en nuestra silvestre piel.