miércoles, 21 de agosto de 2013
sábado, 10 de agosto de 2013
EL OTRO OLOR DEL AMOR. (Cuento)
La hediondez que lo perseguiría durante largos meses le venía
del alma y llegó a impregnársele en los huesos sin que
pudiera hacer nada por espantarla.
Las primeras oleadas de su propia pestilencia las percibió mientras dormía.
Se despertó sobresaltado por un hedor que parecía llegar desde debajo de las
baldosas; se levantó de prisa, inhalando y exhalando, conteniendo la
respiración, abrió la puerta que conducía a la gran sala que a su
vez comunicaba con los corredores de begonias y magnolias. Hasta
allí lo persiguió ese olor nauseabundo que amenazaba con provocarle
un acceso de tos. Entre sombras, cruzó el patio donde secaban el café, después
se internó en los cafetales y por último cuando se le
acabaron los potreros y la fetidez lo cercaba, se dejó llevar como muchas
madrugadas hasta el río. Pensó que quizá aquel hedor obedecía a
uno de tantos cuerpos de los que la violencia paseaba entre sus aguas y en su
peregrinaje los arrastraba a alguna orilla en busca de cristiana
sepultura, pero esta vez en el río no naufragaba la muerte. Sin embargo
hasta allí lo persiguió ese olor fétido que ahora se le colaba por la
boca y la nariz y parecía querer asfixiarlo.
Al principio sólo él percibía el olor de la carroña. Mientras él se
inundaba en perfumes y aguas de colonias para distraer la putrefacción, ninguno
de sus familiares o personas que frecuentaban la casa, la advirtió. Se le
veía como alma en pena escudriñando cada rincón. Fisgoneó cada
recoveco tras alguna pista que le indicara de dónde provenía la podredumbre, hurgó
bajo las cobijas y examinó con detalle alacenas y guardarropas
a la caza de algún vaho o emanación que le indicara su origen, buscó
debajo de materas y alambiques, desempolvó baúles y cofres y lo
único que consiguió fue un resfriado y una alergia que lo apartaron de su
propósito por una semana insufrible bajo los cuidados y remilgos de su
abuela paterna. Desatendió sus asuntos con innumerables pretextos, le
volvió el sonambulismo de sus primeros años, se le hizo costumbre eludir
con evasivas rebuscadas las horas de las comidas y dos meses después de
iniciar aquella pesquisa olfativa su delgadez era evidente.
Dejó de asistir a las partidas de ajedrez que una vez por
semana entablaba con desempleados en el cafetín del pueblo,
porque también hasta allí le llegaban los olores nauseabundos
para hacerle aguas la boca; los viejos estantes de libros apolillados de la
biblioteca municipal, donde permanecía días enteros, ahora emanaban un tufillo
que le recordaba más el olor a almizcle del matadero al que su
padre lo llevó apenas un crío, con el ánimo de trasmitirle la rudeza de
un semental tomando sangre del animal recién sacrificado, que al de un templo
del saber, como solía denominarla su madre. Merodeó por primera vez en los
alrededores del cabildo municipal y de la iglesia, sospechando que tal
vez, se estaba haciendo manifiesta la podredumbre que pululaba
escondida entre indumentarias empolvadas de ángeles y querubines y
cabildantes, pero tampoco los malos
olores de allí, lograron confundirlo;
definitivamente no se igualaban con los que ahora arrastraba.
Aunque el olor putrefacto sólo era percibido por él, ordenó desmontar
cortinas y gobelinos para lavarlos y secarlos al sol, atizó una hoguera con
sábanas y manteles y ordenó cambiarlas por lienzos blancos de seda y
manteles Made in China, que hacían furor entre las clases medias propietarias
de fincas de veraneo. No volvió a colocar carnadas para ratones porque
terminaban en los sitios menos impensados y compró media docena de gatas
angoras para que reemplazaran las trampas y de paso adornaran los lechos de sus
familiares
Adquirió la costumbre de lavarse entre abluciones de hierbas aromáticas y aumentó la duración de sus baños; encargó al boticario provisiones de pastillas de regaliz y estropajos sintéticos con mangos de porcelana de los que se deshacía diariamente porque quedaban asquerosamente impregnados de un olor a muerto fresco primero y después a muerto muerto, revuelto con formol, chamusquina, cenizas y flores de difunto. Como último recurso se dejó sumergir en lavatorios de ceniza con legía que le recomendó la vieja sirvienta de la familia y por poco termina en lo que quedaba del hospital de la localidad.
Cuando el olor se hizo evidente para vecinos y familiares, emprendió la
tarea de fregar paredes, pisos y portones, husmear en los aposentos, en el
cuarto de herramientas, entre los bultos de abonos y pesticidas, en el cuarto
de ropas, y en el límite del delirio escarbó tejados, levantó ladrillos y
cerámicas y obligó a sus peones a buscar el olor en los potreros y
estancos, en los silos y trojas, en cafetales y gallineros y hasta debajo de
las piedras. El mismo dirigió brigadas que se extendieron más allá de sus
predios, hasta las inmediaciones del pueblo, a las que se sumaron conocidos y
peones de otras haciendas, y a las que además se incorporaron los escasos
ayudantes de la defensa civil y del cuerpo de bomberos, todos ya sofocados con
la pestilencia. Sin permiso de autoridad alguna, desbarataron el
alcantarillado, que no era el alcantarillado, que de allí no provenía ese olor
a peces descompuestos, inspeccionaron y casi destruyen el matadero, que el
matadero tampoco era, que el matadero estaba abandonado porque no cumplía
con las normas fitosanitarias al pie de la letra, como mandaban los tratados de
comercio internacionales, removieron los empedrados, que no, que aquellas
piedras centenarias no ocultaban nada. A la semana de iniciar con los
trabajos de remoción, el desorden era tal que se presentaron los primeros desórdenes
en aquella región que había escapado milagrosamente a la violencia descomunal
que se vivía a pocos kilómetros y que las autoridades se negaban a admitir.
Tras los innumerables intentos fallidos por desprenderse de aquella
putrefacción que ya acosaba hasta el último habitante de esas montañas
prósperas, apenas seis meses atrás y que ahora los seguía sin tregua desde el
amanecer hasta el anochecer y les perturbaba el sueño, que se les metía
entre las ropas, en sus intimidades y recientemente en sus pensamientos, que
los obligaba a permanecer con sus bocas tapadas, que les impedía hablar con
fluidez, realizar ciertos trabajos y degustar la buena mesa, tomaron la
decisión de alejarse de sus tierras. Lo que no habían logrado desde los
escritorios gubernamentales con sus amenazas, lo conseguía ese olor a muerte
que les calaba los huesos y empezaba a clavárseles en el alma sin misericordia.
Mientras las excavaciones proseguían, se dio cuenta que, aunque las
legiones de buscadores intensificaran su labor, nunca hallarían el germen
inmundo ni en el mismo fondo de la tierra porque el cimiento de aquella
hediondez sepulcral se encontraba en su alma. Era él el que expelía ese olor
putrefacto porque estaba muerto en vida, era él el de los vapores de inmundicia
porque tenía perdida la esperanza, era él el que despedía los humores
pétreos porque no tenía fuerzas de vivir, era él el de la sentina y era
él el del hálito borrascoso porque el desánimo y la amargura eran sus
compañeras y, era él el que emanaba sudores de cloaca porque su pena le venía
de un amor incestuoso; fue por eso y no por otra razón que a sus escasos años
su cuerpo se fue impregnado de un olor a muerto, a medida que sus ilusiones se
desvanecían en el tiempo y ahora para que nadie abandonara el pueblo, era él
quien debía partir resguardando su pecado de amor y librando a una población
entera del desarraigo y el destierro.
Las palas y picas se enmudecieron a la mañana siguiente de su partida.
Quienes lo conocieron de cerca afirmaron que el hedor se fue tras él, pero
muchos habitantes de aquel poblado aseguraron que el olor a muerto en el aire
no despareció del todo y que éste era producto de una estrategia de una empresa
extranjera asentada en esos parajes, que pretendía explotar los minerales descubiertos
en sus entrañas, para lo cual necesitaba que sus gentes abandonaran sin
retorno, esos peñascos de oro.
EXILIO. (Poesía)
En el desván de tus
recuerdos escondes un secreto, simulas
No trasluce sombra alguna
la ternura de tu mirar
Más sabes que presuroso en
el sigilo de la noche
Mis pasos buscan tu senda.
Hoy al fugarme y correr a
tu refugio
Me amparas en el fugaz
destierro
Extraviados libramos
batallas huérfanas de discursos
Desnudas de inútiles
abecedarios.
Sólo tú y yo enredados en
nuestra silvestre piel.
viernes, 9 de agosto de 2013
viernes, 2 de agosto de 2013
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