Jeremías SantaCruz atravesaba las calles empedradas de un pueblo que
sentía ajeno, seguía sin ser presentido, el lento andar de aquella
mujer de rostro acerado; a las puertas del osario y al detenerse
por un ramo de flores amarillas por primera vez la anciana lo
miró. En los ojos enrojecidos del muchacho permanecían
clavados los campos florecidos envueltos en llamas que la vieja no
descubrió.
A primera vista el cementerio estaba dispuesto en bloques, seis en total,
limitados por minúsculos jardines, cada bloque dividido en siete filas
y cada fila en diez y ocho bóvedas, cada bóveda marcada con
una letra y un número. A la izquierda de los bloques por un sendero apretado
se llegaba a la capilla, una construcción que por sus formas
arquitectónicas y su pompa reñía con el abandono de los campos aledaños
sembrados de humildes cruces; hasta allí SantaCruz siguió a la anciana. Una
súplica por los huérfanos y un diostesalve reina y madre salieron de
aquellos labios afligidos, acompañados de ruegos al Señor por una
muerte tranquila. Confundida mirando ya el cielo, ya las flores marchitas,
recitó una docena de descansen en paz; luego de un me acuso padre por faltar a
los mandamientos y tres golpes en el pecho por las obras de misericordia
olvidadas, pronunció una oración que Jeremías no descifró.
Debería rezar por sus muertos, dijo casi entre dientes la mujer. Una plegaria
no basta. Tantos son?. Entonces el muchacho le habló del campo, de la sabana, del
dolor por sus padres muertos. La anciana miró los ojos enrojecidos del joven
y advirtió en ellos los trigales florecidos envueltos en llamas, sólo entonces
concluyó que el joven que podría tener la edad de su hijo desaparecido, era no
sólo huérfano, sino desterrado.
Todos los viernes la abuela salía de su casa y con pasos cansados
cruzaba el pueblo hasta alcanzar en lo alto de una cuesta, el camposanto donde
después de recitar un par de oraciones por su hijo, se disponía a reemplazar
las flores secas olorosas a muerto por flores amarillas, frescas, olorosas
a muerto mientras una bandada de cuervos revoloteaba el lugar en cortos
paseos disputándose una cruz donde posarse indefinidamente hasta caer la tarde.
Allí, en el último recoveco, se encontraban los restos solitarios de su
entrañable hijo. Han vuelto a robar el jarrón, se quejó la anciana. En
algunos panteones altos hay de sobra, uno más o uno menos no será echado de
menos, dijo Jeremías. Es cierto, pero hará falta una escalera, Al entrar he
visto una, Son alquiladas. A la vista de la anciana, SantaCruz trepó sin
dificultad por entre los panteones, y con un jarrón entre la camisa, saltó
sobre la tierra húmeda y de nuevo estuvo al lado de la octogenaria con una
pieza de metal cobrizo el cual se empeñó que tomara por el jarrón hurtado y así
pudiera vestir el altar del hijo fallecido. La vida de Jeremías
SantaCruz quedaba ligada al camposanto.
Desde que la mujer llevó a Jeremías SantaCruz hasta su vivienda
para que se sacara el hedor dejado por el agua de las flores de muerto sobre
sus ropas, mientras se hacía al jarrón, compartía con ella aquella morada
triste. Casi al amanecer SantaCruz abandonaba el cuarto y al trote llegaba
al cementerio donde se inició con el cuidado de las lápidas y el arreglo
de floreros. Cuando adivinaba en el rostro de los dolientes amargos sufrimientos,
no cobraba por su trabajo, distinto era si intuía en los parientes culpas
no espiadas. Entre los arreglos por los que no recibía paga alguna,
los que debía desistir por considerar que representaban algún peligro, por no
contar con una escalera, o los que tomaban primero los más antiguos en el
oficio, se quedaba con unas pocas monedas.
Siempre que el trajín se lo permitía, Jeremías curioseaba con singular
atención la labor del sepulturero. Los primeros días la purulencia
de la materia le produjo náuseas, y en más de una oportunidad éstas fueron
acompañadas de cólicos estomacales, pero pasados algunos meses sus vísceras
no volvieron a revolcarse con la inmundicia. Desde entonces los muertos
fueron sus aliados, sus amigos de soledad, sus fieles compañeros en el
destierro. Cuando la bóveda era clausurada, entre el llanto seco de amigos y
familiares, el muchacho trazaba sobre el cemento fresco una fecha junto
a las iniciales del finado. Si la ocasión se presentaba por la ausencia de
rezadoras de oficio, era él quien por unos cuantos pesos invocaba plegarias por
el perdón de los pecados, la vida eterna, y la resurrección de los
muertos, amén.
Meses más tarde, convertido Jeremías SantaCruz, en ayudante ocasional
del enterrador, celebraba con algarabía los decesos de personajes de cierto
abolengo, rogando que les asignaran una morada en los panteones situados en la
parte inferior de los bloques. Entonces alteraba la mezcla compacta
de cemento y arena que el sepulturero le ordenara, por una amalgama fofa con la
que fijaba los ladrillos, y ya en las noches la demolía con relativa facilidad
al amparo de las estrellas. Ya por esa época, había confirmado que, mientras
los difuntos de las familias más pudientes eran embalsamados en ataúdes confeccionados
en madera fina de cedrillo o caracolí, con perfectos acabados, delicados
revocados y mullidos almohadones de pana, los miserables como él,
eran depositados en cajones sencillos fabricados con burdos listones de madera
y enterrados en la parte trasera del cementerio, en fosas tan constreñidas que
con cada invierno se desenterraban.
En las madrugadas con el frío taladrándole los huesos y las arcadas a
punto, se dio a la tarea de intercambiar difuntos. Los muertitos
sufridos y humillados en vida, por primera vez se vistieron con elegantes
chaquetas de paño holandés, y durmieron su postrero sueño en féretros
delicadamente labrados; los ancianos relegados al olvido por íntimos y
extraños recibieron desde entonces ofrendas florales y escucharon misas
cantadas por obispos y cardenales; indigentes, n.ns, y huérfanos reposaron
en mausoleos con esculturas en piedra finamente talladas por
baricharas, y hasta al loco del pueblo, Arquímedes Trespalacios, muerto por la
repulsiva manía de tragarse los piojos, le rindieron honores militares al final
del novenario.
En los amaneceres era Jeremías SantaCruz, dueño y señor del
cementerio. Si a un cadáver le sobraban joyas, le hacía el favor de quitárselas;
si tropezaba con unos pies yertos, los mocasines de un
desaparecido notario corrupto, o los de un politiquero ahogado en
una de tantas tragantinas, eran lo más apropiado y, si en otra la palidez era
glacial, la abrigaba con sábanas blancas de lino con las que
embalsamaban a los clérigos libertinos. Cuando la familia de un
fallecido de prestigio contrataba sus servicios, Jeremías
SantaCruz dedicaba sus mejores esfuerzos en la limpieza de la lápida y
los jarrones, seguro como estaba, que las flores frescas no engalanarían un
sepulcro blanqueado y que allí yacía en su lugar, un muertito de los
suyos.
Aquel tercer lunes de enero, Jeremías SantaCruz atento a los doblones de
las campanas de la iglesia, fue preso de una creciente impaciencia, los
repiques se repetían por más tiempo del usual y el olor a pólvora circundaba
el cementerio. Esperaba un difunto digno, decoroso, para que reposara en su lugar
el hijo de su benefactora, y el de ahora lo era. Ya de noche, sumido en
aquella mudanza de almas, y tal como lo había confirmado la autopsia,
contó uno a uno los veintidós orificios dejados por las veintidós
balas que el hermano mayor de los Ferreira había recibido de anónimos
enemigos, ya casi arribando a la casa mayor en una madrugada fría y embriagado
hasta el alma. El vómito le reapareció, pero no experimentó cólicos. Con el
ascenso que le representaba la escalera recién terminada y los
muertitos en el lugar que les había sido negado por la providencia divina,
se sintió reconfortado, había sido como sepultar un poco a los suyos,
como procurarles el descanso al que nunca tuvieron derecho por una
violencia que los obligó a ser unos desarraigados en su propia tierra.
Los ojos aún infantiles de Jeremías SantaCruz, ahora sugerían una mirada
más limpia, y sosegada, de espigas reverdecidas y maduradas por el
sol.
Al día siguiente Jeremías SantaCruz no fue al camposanto, durmió buena
parte de la mañana, de manera que cuando la caritativa anciana le habló de los
comentarios hechos en la plaza de mercado, sobre la orden dada por el juez
municipal para desenterrar el cadáver del mayor de los Ferreira, con
el fin de practicarle algunas pruebas, ante la solicitud hecha por
supuestos herederos de su fortuna, el muchacho saltó de la cama y sin
pronunciar vocablo de dos zancadas alcanzó la calle.
En el cementerio todo era revuelo, la conmoción se había apoderado del
lugar. En la refinada caja mortuoria donde horas atrás fuera sepultado
el cuerpo baleado del hermano mayor de los Ferreira, en medio de un halo de
hediondez yacía el cadáver putrefacto del hijo de su
protectora, el último en encontrar su lugar en aquella balsámica transposición
sin licencia desatada por el joven SantaCruz.
Como pudo Jeremías SantaCruz se abrió paso entre el tumulto, con
el corazón palpitante se detuvo a los pies del difunto; lo aturdió el rostro
perturbado del viejo párroco, lo confundieron los ojos desorbitados del
juez y el tic en la comisura de los labios del sepulturero, semejando
una mueca sarcástica, se le hizo una sonrisa cándida,
cómplice, que le devolvió la calma.
Un cuento tomado del realismo mágico que cunde en nuestros parajes, no solo nos traslada al mundo de los cementerios, sino a las secuelas de una sociedad de desplazados con clases sociales que hasta en los campos santos tratan de mantener la diferencia.
ResponderBorrarAyer y el dia anterior me di en la tarea de establece si en sus discursos sindicales repetía alguna idea, sin lograrlo. regresé ayer de la manifestación convencido de dos asuntos. El paro arrojo dividendos tangibles e intangibles para el magisterio colombiano, logrando un Estado interesado en dar soluciones; y que eres un desperdicio, pues los campos de la literatura y la jurisprudencia serian mas florecidos que la labor que sigues haciendo en las aulas, en donde muy seguramente el 90% de los alumnos no aprecian, ni la pluma, ni la elocuencia, ni la argumentación que aflora sin esfuerzos en sus saberes.
Muy buen acercamiento al realismo mágico, ya se nota la firma del autor. Definitivamente su camino es lo social, el pueblo y sus sufrimientos, las injusticias, la singularidad del Ser. Felicitaciones Madre.
ResponderBorrarSólo sé que lo disfruto y lo sufro a la vez.
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