miércoles, 11 de septiembre de 2013

SERVICIOS FÚNEBRES (Cuento)


Jeremías SantaCruz atravesaba las calles empedradas de un pueblo que sentía  ajeno, seguía sin ser presentido, el lento andar de  aquella mujer de rostro  acerado; a las puertas del  osario y al detenerse por un ramo  de flores amarillas por primera  vez la anciana lo miró.  En los ojos  enrojecidos del muchacho permanecían clavados los campos  florecidos envueltos en llamas que  la vieja no descubrió.

A primera vista el cementerio estaba dispuesto en bloques, seis en total, limitados por minúsculos jardines, cada bloque dividido en siete filas y  cada fila en diez y ocho bóvedas, cada bóveda  marcada  con una letra y un número. A la izquierda de los bloques por un sendero apretado se llegaba a la capilla, una construcción que por sus formas arquitectónicas y su pompa reñía con el abandono de los campos aledaños sembrados de humildes cruces; hasta allí SantaCruz siguió a la anciana.  Una súplica por los huérfanos y un diostesalve reina y madre salieron de aquellos labios afligidos, acompañados de ruegos al Señor por una muerte tranquila. Confundida mirando ya el cielo, ya las flores marchitas, recitó una docena de descansen en paz; luego de un me acuso padre por faltar a los mandamientos y tres golpes en el pecho por las obras de misericordia olvidadas, pronunció una oración que Jeremías no descifró. 

Debería rezar por sus muertos, dijo casi entre dientes la mujer. Una plegaria no basta.  Tantos son?.  Entonces el muchacho  le habló  del campo, de la sabana, del dolor por sus padres muertos.  La anciana miró los ojos enrojecidos del joven y advirtió en ellos los trigales florecidos envueltos en llamas, sólo entonces concluyó que el joven que podría tener la edad de su hijo desaparecido, era no sólo huérfano, sino desterrado.

Todos los viernes la abuela salía de su casa y con pasos cansados cruzaba el pueblo hasta alcanzar en lo alto de una cuesta, el camposanto donde después de recitar un par de oraciones por su hijo, se disponía a reemplazar las flores secas olorosas a muerto por flores amarillas, frescas, olorosas a muerto mientras una bandada de cuervos revoloteaba  el lugar en cortos paseos disputándose una cruz donde posarse indefinidamente hasta caer la tarde.

Allí, en el último recoveco, se encontraban los restos solitarios de su entrañable hijo. Han vuelto a robar el jarrón, se quejó la anciana.  En algunos panteones altos hay de sobra, uno más o uno menos no será echado de menos, dijo Jeremías. Es cierto, pero hará falta una escalera, Al entrar he visto una, Son alquiladas. A la vista de la anciana, SantaCruz  trepó sin dificultad  por entre los panteones, y con un jarrón entre la camisa, saltó sobre la tierra húmeda y de nuevo estuvo al lado de la octogenaria con una pieza de metal cobrizo el cual se empeñó que tomara por el jarrón hurtado y así pudiera vestir el altar del  hijo fallecido. La vida de Jeremías SantaCruz quedaba ligada  al camposanto.

Desde que la mujer llevó a Jeremías SantaCruz hasta su vivienda para que se sacara el hedor dejado por el agua de las flores de muerto sobre sus ropas, mientras se hacía al jarrón, compartía con ella aquella morada triste. Casi al amanecer SantaCruz abandonaba el cuarto y al trote llegaba al cementerio donde se inició con el cuidado de las lápidas y el arreglo de floreros. Cuando adivinaba en el rostro de los dolientes amargos sufrimientos, no cobraba por su trabajo, distinto era si intuía en los parientes culpas no espiadas. Entre los arreglos por los que no recibía paga alguna, los que debía desistir por considerar que representaban algún peligro, por no contar con una escalera, o los que  tomaban primero los más antiguos en el oficio, se quedaba con unas pocas monedas. 

Siempre que el trajín se lo permitía, Jeremías curioseaba con singular atención la labor del  sepulturero. Los primeros días la purulencia de la materia le produjo náuseas, y en más de una oportunidad éstas fueron acompañadas de cólicos estomacales, pero pasados algunos meses sus vísceras no volvieron a revolcarse con la inmundicia. Desde entonces los muertos fueron sus aliados, sus amigos de soledad, sus fieles compañeros en el destierro. Cuando la bóveda era clausurada, entre el llanto seco de amigos y familiares, el muchacho trazaba sobre el cemento fresco una fecha junto a las iniciales del finado. Si la ocasión se presentaba por la ausencia de rezadoras de oficio, era él quien por unos cuantos pesos invocaba plegarias por el perdón de los pecados, la vida eterna, y la resurrección de los muertos, amén.

Meses más tarde, convertido Jeremías SantaCruz, en ayudante ocasional del enterrador, celebraba con algarabía los decesos de personajes de cierto abolengo, rogando que les asignaran una morada en los panteones situados en la parte inferior de los bloques. Entonces alteraba la mezcla compacta de cemento y arena que el sepulturero le ordenara, por una amalgama fofa con la que fijaba los ladrillos, y ya en las noches la demolía con relativa facilidad al amparo de las estrellas.  Ya por esa época, había confirmado que, mientras los difuntos de las familias más pudientes eran embalsamados en ataúdes confeccionados en madera fina de cedrillo o caracolí, con perfectos acabados, delicados revocados y mullidos almohadones de pana, los  miserables como él, eran depositados en cajones sencillos fabricados con burdos listones de madera y enterrados en la parte trasera del cementerio, en fosas tan constreñidas que con cada invierno se desenterraban.

En las madrugadas con el frío taladrándole los huesos y las arcadas a punto, se dio a la tarea de intercambiar difuntos. Los muertitos  sufridos y humillados en vida, por primera vez  se vistieron con elegantes chaquetas de paño holandés, y durmieron su postrero sueño en féretros delicadamente labrados;  los ancianos relegados al olvido por íntimos y extraños recibieron desde entonces ofrendas florales y escucharon misas cantadas por obispos y cardenales; indigentes, n.ns, y huérfanos reposaron en  mausoleos con  esculturas en piedra finamente talladas por baricharas, y hasta al loco del pueblo, Arquímedes Trespalacios, muerto por la repulsiva manía de tragarse los piojos, le rindieron honores militares al final del novenario.

En los amaneceres era Jeremías SantaCruz, dueño y señor del cementerio. Si a un cadáver le sobraban joyas, le hacía el favor de quitárselas; si tropezaba con unos  pies  yertos,  los mocasines de un desaparecido notario corrupto, o los de un politiquero  ahogado en  una de tantas tragantinas, eran lo más apropiado y, si en otra la palidez era glacial,  la abrigaba  con sábanas blancas de lino con las que embalsamaban a los clérigos libertinos.  Cuando la familia de un fallecido de prestigio contrataba sus servicios, Jeremías SantaCruz  dedicaba sus mejores esfuerzos en la limpieza de la lápida y los jarrones, seguro como estaba, que las flores frescas no engalanarían un sepulcro blanqueado y que allí yacía en su lugar, un  muertito de los suyos.

Aquel tercer lunes de enero, Jeremías SantaCruz atento a los doblones de las campanas de la iglesia, fue preso de una creciente impaciencia, los repiques se repetían por más tiempo del usual y el olor a pólvora circundaba el cementerio. Esperaba un difunto digno, decoroso, para que reposara en su lugar el hijo de su benefactora, y el de ahora lo era. Ya de noche, sumido en aquella mudanza de almas, y tal como lo había confirmado la autopsia, contó uno a uno los veintidós orificios dejados por las veintidós balas que el hermano mayor de los Ferreira había recibido de anónimos enemigos, ya casi arribando a la casa mayor en una madrugada fría y embriagado hasta el alma. El vómito le reapareció, pero no experimentó cólicos. Con el ascenso que le representaba la escalera recién terminada y los muertitos en el lugar que les había sido negado por la providencia divina, se sintió reconfortado, había sido como sepultar un poco a los suyos, como procurarles el descanso al que nunca tuvieron derecho por una violencia que los obligó a  ser unos desarraigados en su propia tierra. Los ojos aún infantiles de Jeremías SantaCruz, ahora sugerían una mirada más limpia, y sosegada, de espigas reverdecidas y maduradas por el sol. 

Al día siguiente Jeremías SantaCruz no fue al camposanto, durmió buena parte de la mañana, de manera que cuando la caritativa anciana le habló de los comentarios hechos en la plaza de mercado, sobre la orden dada por el juez municipal para desenterrar el cadáver del mayor de los Ferreira, con el fin de practicarle algunas pruebas, ante la solicitud hecha por supuestos herederos de su fortuna, el muchacho saltó de la cama y sin pronunciar  vocablo de dos zancadas alcanzó la calle.

En el cementerio todo era revuelo, la conmoción se había apoderado del lugar. En la refinada caja mortuoria donde horas atrás fuera sepultado el cuerpo baleado del hermano mayor de los Ferreira, en medio de un halo de hediondez yacía  el cadáver putrefacto del  hijo de su protectora, el último en encontrar su lugar en aquella balsámica transposición sin licencia desatada por el joven  SantaCruz.   

Como pudo Jeremías SantaCruz se abrió paso entre el tumulto, con el corazón palpitante se detuvo a los pies del difunto; lo aturdió el rostro perturbado del viejo párroco, lo  confundieron los ojos desorbitados del juez y el tic en la  comisura de los labios del sepulturero, semejando una  mueca  sarcástica, se le hizo una sonrisa cándida, cómplice,  que  le devolvió la calma. 




3 comentarios:

  1. Un cuento tomado del realismo mágico que cunde en nuestros parajes, no solo nos traslada al mundo de los cementerios, sino a las secuelas de una sociedad de desplazados con clases sociales que hasta en los campos santos tratan de mantener la diferencia.

    Ayer y el dia anterior me di en la tarea de establece si en sus discursos sindicales repetía alguna idea, sin lograrlo. regresé ayer de la manifestación convencido de dos asuntos. El paro arrojo dividendos tangibles e intangibles para el magisterio colombiano, logrando un Estado interesado en dar soluciones; y que eres un desperdicio, pues los campos de la literatura y la jurisprudencia serian mas florecidos que la labor que sigues haciendo en las aulas, en donde muy seguramente el 90% de los alumnos no aprecian, ni la pluma, ni la elocuencia, ni la argumentación que aflora sin esfuerzos en sus saberes.

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  2. Muy buen acercamiento al realismo mágico, ya se nota la firma del autor. Definitivamente su camino es lo social, el pueblo y sus sufrimientos, las injusticias, la singularidad del Ser. Felicitaciones Madre.

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