Revuelo en el tendedero
Que sería escritor se le vio desde niño. Mientras se complacía
satisfaciendo sus necesidades corporales, iba leyendo las provisiones de
recuadros de periódico que su madre colocaba religiosamente cada mañana,
metidos en una puntilla doblada, a la que había decapitado previamente para que
nunca faltara a sus siete hijos, sus veintitrés sobrinos y la fila incontable
de visitas de vecinos, amigos, ahijados y compadres que a diario llegaban
hasta su puerta.
Primero fueron acontecimientos sin fecha, sin pasado, ni presente,
en lugares que debía imaginar; unas veces oscuros palacios, algunas otras
parajes brumosos, islas encantadas, o naciones destrozadas con protagonistas
incógnitos, ya gentes del pueblo, ya ministros tiranos,
señores de la alta sociedad, o reyezuelos decrépitos, enviados divinos y
hasta damas chinas. Poco a poco se dio a la tarea de unir los recuadros hasta
que fechas y lugares fueron apareciendo y héroes y villanos
recobraban su identidad revelándose tal cual acontecían los hechos, aunque su
padre habría de explicarle que no, que tampoco, que las cosas no son como
las pintan, que los héroes no son héroes sino villanos, que los villanos
no son villanos, sino héroes, que las amapolas no son flores
que adornan las jardineras de las casas de los señores, sino sus
bolsillos, que entre más riquezas, más hambre, que los de abajo serán los de
arriba y los de arriba, serán los de abajo, que la zanahoria no es
zanahoria sino garrote y que a falta de pan circo, y se le
armó una confusión porque no sabía si lo que leía eran invenciones de los
diarios o era la más cruda realidad, y si los disturbios que se
presentaban en pueblos y ciudades eran producto de desadaptados como se leía en
la prensa, de gentes sin ninguna consideración con los que si querían
engrandecer el país, o como decía su padrino Manuel, porque todavía
quedaban patriotas en este mundo de mierda. Más aún se inquietaba cuando escuchaba
a su padrino referirse a la condición de aquellos que debían
acomodar la pluma a los intereses de los amos de los rotativos, como
ocurría por aquellos meses de inundaciones que llegaron a cubrir páramos
y cordilleras, y que los diarios aseguraban eran producto de los desórdenes de
la naturaleza y no de la falta de previsión de los gobiernos; que sí, que las
poblaciones enteras sepultadas por el agua y el lodo recibían toda la ayuda
estatal pero que sus habitantes eran unos desagradecidos que no querían
trabajar y cada vez pedían más y así continuaban pregonando falsedades en un
país de gente miserablemente feliz. A pesar de todo siguió leyendo y con las
primeras nociones literarias se incubaba su gusto por las letras.
La madre preocupada por las tardanzas del hijo, anclado de
forma inusual en el retrete, intentó llevarlo al doctor porque el
muchacho debía tener lombrices y le cotorreaba todo el día,
que salga, que se apure, que con tanta gente en la casa y que
dos y tres esperando turno y que no sale, que sería mejor que cada uno
tuviera su propia bacinilla marcada, como las que ya vendían algunos
comerciantes a los que los surtían los contrabandistas, pero que ni
soñar con inodoros personales porque eran tiempos difíciles, de “recesión”?,
así como el compadre lo pregonaba a sus clientes día tras día, y
seguía repitiendo durante la noche, que el boticario le dijo que tenía un
purgante que ni bendito que fuera, pero terminó haciéndole caso a la
comadre Trinidad, y le preparó un zumo de ajos y piña que lo obligó a
tragar sin tregua, aunque después de nueve tomas las lombrices no
aparecieron y la taza del excusado permaneció inmaculadamente blanca; entonces
se dio a la tarea de espiarlo develándose ante sus ojos, tan sólo tres días más
tarde, la razón inusitada de sus demoras y se lo soltó a su marido sin darle
más vueltas: “Al muchacho le gusta leer mientras caga”.
Al principio cuando era echado de menos y después de haberse buscado
sin éxito en toda la casa, el último sitio en el que llegaron a pensar
fue en el inodoro. No había lugar a dudas, las mejores horas de sus primeros
años siempre las pasó en los sanitarios de las casas donde vivió, por eso
cuando la familia tuvo como comprar la casa que había de ser para toda la vida,
hijos, primos, tíos, y hasta amigos y parientes lejanos, todos hasta el
quinto grado de consanguinidad y sexto de afinidad se sintieron con derecho a
opinar; pero fue doña Luisa Santiaga, su madre, quien dejó a propios y extraños
boquiabiertos cuando lo primero que pensó fue en hacerle a su hijo una
biblioteca en el baño y no una biblioteca con baño, como hubiera querido el
resto de la familia y fue ella misma en persona la que dirigió el trabajo. Ni
la recámara principal que llegaría a compartir casi seis décadas con el padre
de sus hijos, ni la inmensa sala donde su marido, su compadre Manuel y algunas
gentes del pueblo se reunían a pensar en una patria mejor, ni siquiera la
cocina donde transcurría su vida, merecieron tanto empeño como el espacio destinado
para que su hijo se sumergiera en los laberintos de la imaginación.
La madre, maniática del aseo, en un comienzo retiraba los libros del baño, y los colocaba en su sitio, “Un lugar para cada cosa, cada cosa en su lugar, repetía hasta el cansancio, y fue por cansancio que se decidió por la biblioteca en el baño; su muchacho le había ganado la batalla contra el aseo y capitulaba. Del ingenio de Doña Luisa Santiaga llegaría a hablarse años después hasta en el exterior, traspasando fronteras, claro que al decir de su marido, fronteras, fronteras, no había, porque algunos se creían con derecho a meterse en lo ajeno sin mediar palabra, pero eso sí, con el argumento de la fuerza. Así su invención, sería considerada décadas más tarde como cuna de periodistas y poetas y las familias amigas con pretensiones que sus hijos optaran por la escritura las incorporaron en sus viviendas. No había pues, mejor sitio para iniciarse en el placer de la lectura, cuando no en otros placeres del cuerpo más íntimos.
Doña Luisa Santiaga que en ocasiones gustaba de presumir, no tardó en
acondicionar una repisa para colocar en el sanitario, los rollos de papel
que empezaron a vender los dueños de algunas de las tiendas del pueblo y
que traían empacados de fábricas de la capital, pero ante los reclamos de su
hijo, la madre mantuvo la sana costumbre de colgar las publicaciones
del domingo recortados y puestos en la puntilla decapitada de siempre y el
rollo de papel sobre una repisa de madera especialmente colocada allí
para las visitas y cuando definitivamente la madre se desentendió de las
provisiones de periódicos y el muchacho no tuvo el placer de
reconstruir su propia versión de lo que leía, se le veía por toda
la casa buscando entre cajas empolvadas y armarios isabelinos lecturas
que le descorrieron velos y le afinaron la punta al lápiz.
Sus padres nunca supieron en qué momento aprendió a leer. Lo hizo
tempranamente de corrido y aprisa, poniendo los ojos en la mitad de la
hoja abarcando todas las letras, más rápido que cualquiera de sus amigos. Así,
pues, se pasaba las horas leyendo cuanto libro, su padre o su padrino
llevaban a la casa. Su progenitor, maestro por accidente,
pero eso sí, por convicción después de toda una vida enseñando a
leer y escribir a los chicos de aquella población perdida en el litoral y a los
de provincias vecinas, le narraba historias que dejaba a medio
contar con la intención de que su hijo se entusiasmara y se decidiera a conocer
el final de aquellos episodios; “Es la mejor estrategia pedagógica para
que los muchachos lean”, repetía constantemente a sus colegas, y no se
equivocaba.
Primero fueron los cuentos ilustrados que su padre se daba a la tarea
de conseguir en sus esporádicos viajes a la capital, para llevarle a sus
alumnos y que uno a uno fueron desapareciendo de los anaqueles
donde su madre los organizaba siguiendo la fecha estricta de adquisición;
entonces se sintió Gulliver y surcó la inmensidad de los mares sin
naufragar, odió a Alí Babá, viajó al fondo del mar en el Nautilus a la orden
del capitán Nemo, le dio vuelta al mundo en una tarde agosto, lo desanimó
la certeza de los designios de los oráculos, y experimentó el júbilo de
sentirse descendiente de Eneas, y fundador de Roma; luego fueron las pocas
novelas de la literatura clásica que encontraba en la pequeña biblioteca
municipal y que debía leer de tarde en tarde con la complicidad de la
bibliotecaria que resultó ser prima de su madre. Más adelante se las habría de
ingeniar para intercambiar libros con los amigos de su padre, maestros
por accidente como él y como su progenitor, amantes de la lectura. Fueron los tiempos
en que llegaron a sus manos obras cumbres de la literatura universal. Eran
épocas de delirio, noches enteras creyéndose el Quijote,
soñando despierto con la Julieta de Shakespare, añorando los amores de
Ana Karenina, alucinando con el romanticismo de Goethe, llorando con las
tristezas de Papá Goriot, sintiéndose morir leyendo a Ruben Dario, o
librando batallas al lado de los tres mosqueteros. Igual se sintió defraudado
cuando su padrino en su cumpleaños número catorce no
le regaló como era su costumbre un libro, sino un ajedrez, y siendo
ya bachiller, no le causaron mayor curiosidad algunos volúmenes de
publicaciones prohibidas para menores de edad, que sus amigos se disputaban
para llevarse por turnos a sus casas temblando de miedo al saberse
sorprendido por sus mayores.
Cuando los vientos de agosto se antojaban propicios para
que el cielo se cubriera de colores que danzaban frenéticamente antes de
terminar en cualquier tejado, se anunciaba también la llegada puntual de
algunos vendedores de libros que levantaban sus toldos en el centro de la
plaza y allí, entre el escaso público adulto, husmeaba con un sexto
sentido, obras pérdidas de un pasado lejano y no terminaba de entender
como alguien podía deshacerse de aquellos tesoros, pero terminaba
agradecido con los anónimos personajes que le permitieron el placer de
sumergirse en el París del siglo XV y ser protagonista junto al jorobado
de un amor azaroso que terminaría con la ejecución de su amada Esmeralda en la
imponente catedral de Nuestra Señora de París, o rescatar de la polilla
los más de setenta manuscritos originales del Cantar del Mio Cid, perdidos
entre recetas de cocina, leer a voz en cuello el Cantar de
los Nibelungos y sortear con éxito los trágicos destinos de héroes
y desvalidos. La feria le producía un éxtasis inusual, su
apetito disminuía y apenas si dormía. Durante los días que demoraban los
vendedores en el pueblo establecía su cuartel general, su habitación y su
escuela entre las cajas de libros desperdigadas por la plaza. Cuando al
final las toldas se levantaban y los vendedores emprendían otros
caminos, alucinaba semanas imaginado las cometas danzando con los vientos del
próximo agosto que los traería de vuelta con autorías insospechadas.
Convertido en periodista,
y de visita a su tierra natal, mientras su padrino iba quitando y
desbastando su negra cabellera, cada uno opinaba sobre la situación
del país. A ambos les dolía las muertes sin sentido, los ríos de sangre vertida
sobre los campos, y del dolor por los muertos pasaban al dolor por la
indolencia de unos y otros y de la indolencia de los demás se recriminaban por
la suya propia y más pronto de lo que los dos creían, el viejo peluquero le
estaba preguntando por las últimas novedades literarias, por los
escritores de moda, que qué opinaba de Hemingway, que Cela era un
deslenguado, que Borges siempre estaría vigente, que la metamorfosis de
Kafka valía la pena, hasta que sin apenas darse cuenta don Manuel
había terminado.
La madre que soñaba con
tener en la gran sala un diploma de abogado se contrariaba, ya que estaba
segura que sin proponérselo, había tenido que ver con la decisión final que su
hijo desistiera de los códigos y se hubiera inclinado por las letras cuando
consintió en conservar la biblioteca en el baño a pesar del paso del tiempo;
como también era culpable su marido por regalarle cuanto libro le caía en sus
manos, y era culpable don Manuel, su padrino por calentarle los ánimos
con especulaciones trasnochadas. Pensaba si había sido buena idea hacerlo
su compadre y el peluquero de la familia.
Con los vientos de otro agosto, muchos años después, con la feria de
vuelta, don Manuel se apresuró por el parque de ceibas gigantescas. No
reflejaba cansancio alguno aunque cargaba una pesada caja de libros que
cambiaría como siempre, por algunas publicaciones traídas por los vendedores de
la capital. Había terminado otra larga espera y ya estaban allí aquellos
libreros nómadas armando sus carpas nuevamente como cada año; no sospechaba que
esta vez le traerían además, novedades literarias de su ahijado.
Los niños de la escuela vecina, levantada justo frente a
la antigua barbería, lo vieron llegar y corrieron. Desde que don Manuel, había
decidido jubilarse de su oficio de peluquero y dedicarse al alquiler de
libros siempre era lo mismo. Los pocos alumnos que tenían pagaban unas monedas
a cambio del préstamo de sus cuentos preferidos, mientras los demás leían por encima de
los hombros de sus compañeros o se empinaban para alcanzar el tendedero
que el curtido peluquero antes del amanecer ya había dispuesto con libros
a lado y lado de la pared. El espectáculo por lo demás era risible a los
ojos de los transeúntes. Los fuertes vientos lo habían obligado a colocarle a
cuentos y novelas, ganchos de ropa a manera de pinzas, para no tener que
correr a través de la plaza detrás de las hojas que el viento desprendía
de tanto libro descuadernado.
Convertido en librero don Manuel, y ante las súplicas de los
chiquillos que no contaban con monedas, terminaba por ignorar
las tarifas por él establecidas para el alquiler de cuentos; al fin y al
cabo sólo le importaba la compañía de los muchachos además de escuchar la
algarabía con que de tarde en tarde irrumpían en la que fuera su peluquería,
para escuchar historias sin final.
Un grupo de estudiantes rodeaba a la maestra, pero al ver llegar
a don Manuel con otra pesada carga de libros, habían corrido hacia él. Mientras
uno de los muchachos alcanzaba una a una las obras del último agosto, otro colaboraba,
apoyándose en un banquito de madera para colocar los ganchos de ropa, que
el anciano guardaba en un tarro de galletas de navidad. La acera
estaba más concurrida de lo normal. Entre los libros recién dispuestos en el
tendedero, los chicos habían reconocido uno cuyo autor era para ellos muy
familiar a fuerza de escucharlo de labios del viejo librero. La maestra no daba
crédito, tampoco el veterano peluquero.
Cuando los alumnos se
retiraron con las brisas del atardecer y cesó la algarabía temprana, don
Manuel sacó su taburete de cuero de res curtido, lo recostó en la pared
descascarada, abrió aquel volumen que dejara perpleja a la maestra y a él
impaciente y mojó, como era su costumbre, la punta de sus dedos: “Muchos
años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía
había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el
hielo…. ”
Aún hoy cuando mi hijo menor viene de visita, en el sanitario conviven los libros. A él que también lee y escribe, le dedico este cuento escrito años atrás. Algún día sobre el lomo de un libro, encontraré su nombre.
ResponderBorrarRevuelo en el tendero, es la historia de nuestra historia; quizás por esa vieja costumbre de colgar los recuadros del periódico en la puntilla doblada del baño que a nosotros también como en los tiempos del coronel Aureliano Buendía se nos contagió el gran y dulce placer de leer.
ResponderBorrarHay historias que se esconden detrás de un cuento milenario, que sin duda nos remontan a nuestra infancia, entre los cálidos brazos de la dulce progenitora.
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